En su última novela, Federico Jeanmaire pone a un exitoso músico a pensar, bajo la sombra de Darwin, las preguntas que le imponen un rechazo amoroso y el comienzo de la vejez.
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N o hay tortugas en Galápagos. Ni de las gigantes ni de las otras: las ordinarias, las más pequeñas. O al menos no las veo durante el corto trayecto que hago en un incómodo autobús que me lleva desde el aeropuerto de Baltra hasta el canal de Itabaca. Tampoco veo ninguna tortuga desde la cubierta del ferry que me cruza a la isla de Santa Cruz ni en el apenas algo más confortable autobús que por dos dólares me transporta los cuarenta y pocos kilómetros que separan el canal de la escasa ciudad de Puerto Ayora.
No veo ninguna, Rut.
Juro que no.”.
Así comienza “Darwin o el origen de la vejez”, la novela de Federico Jeanmaire que, en noviembre de 2021, resultó ganadora del prestigioso premio Fernando Quiñones en su edición XXII (un premio que vino a agregarse al palmarés del narrador argentino, ganador también entre otros de los premios Herralde y Clarín de novela). El narrador es un exitoso músico que viaja a las islas Galápagos para celebrar, en la mayor soledad, su cumpleaños número 60. Lo motiva la pasión por Darwin, las penurias de un amor no correspondido y el motivo de ese rechazo: Rut es la primera mujer que lo ha considerado un amigo excelente, pero demasiado viejo para ser un amante atractivo.
Ese comienzo de la novela, que citamos más arriba, arroja una clave de lectura para resta excelente novela de Jeanmaire, un texto que transita entre la crónica de viaje y lo que, por momentos, parece una larga carta amorosa tensionada permanentemente entre expectativa y realidad, una disputa a la que el humor precario del protagonista sirve como barómetro.
En ese tren, un momento clave de la novela es la peregrinación del protagonista hacia la estatua de Darwin para mantener un diálogo confesional con la criatura de piedra. En ese diálogo, la cuestión universal de las expectativas frustradas aparece en la confesión de la esperanza de que el mundo cambiara, una expectativa que el mundo no tuvo la delicadeza de satisfacer. Lo que está en evidencia, en realidad, es que el mundo cambió en una dirección diferente a esas expectativas y que él (como veremos, no es el spoiler de un pesimista sobre todas las vidas posibles) no soporta este desenlace. El viaje por las islas, sin embargo, lo coloca en la dirección de valorar la maravilla de lo inesperado, un entusiasmo sostenido en el trabajo con el lenguaje de la novela, que por ágil no deja de ser profundamente reflexivo y conmovedor. “¿Dónde empieza todo lo que empieza?”, se pregunta el narrador. La pregunta encierra la trampa de ocultar en la lo que en realidad no se atreve a preguntar directamente: ¿Cuándo empieza la vejez?
La respuesta es buscada en la vida del propio Darwin, que después de su viaje de exploración de cinco años a bordo del Beagle recorriendo las mismas islas que ahora recorre el protagonista, se entrega a una prematura vejez en su casa de Londres, de donde no volverá a salir. La gracia que la historia del biólogo inglés le concede al narrador es la posibilidad de que la vejez no sea, necesariamente, un estado determinado por la biología sobre los cuerpos.