¿Qué es un hombre sino sus tierras? ¿Qué posición es legítimo adoptar ante las distintas dimensiones de una herencia? ¿Cuáles son los límites del amor de los hijos hacia los padres?.
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A fines de 1604 fue representada por primera vez El Rey Lear, la adaptación que William Shakespeare hizo de un episodio en una crónica del siglo XII sobre los reyes de Bretaña. Los más de cuatrocientos años que separan a una obra de otra indican la vigencia de su argumento central, la persistencia en el corazón humano de la necesidad de entender las relaciones filiales y la vejez. Esto se reafirma con la publicación en 1991 de la novela Heredarás la tierra, que le valió a su autora, Jane Smiley, el Premio Pulitzer de narrativa y que fue publicada este año por Sexto Piso.
El arquetipo shakesperiano anticipa una obra exitosa en sus fundamentos. Smiley trabaja sobre esos cimientos, otorgándole otros rostros, paisajes y motivaciones que son el verdadero cuerpo de la historia. La cercanía que la autora logra con la construcción de este universo, la facilidad para conjurar la verosimilitud, resulta casi una trampa del hombre puesta por el hombre. Pareciera que en tres siglos poco ha cambiado de esa alquimia que la mente produce junto al corazón, las pasiones y los temores.
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Heredarás la tierra se abre para dar a conocer a los Cook, una familia de campesinos que habita la misma tierra desde hace tres generaciones. Larry, el patriarca, es referente en la zona de su excelente trabajo en el campo. Su parquedad en el trato y el trabajo incansable que realiza a diario le valieron una reputación intachable. Ginny, su hija mayor y narradora, da cuenta de la vida apacible que todos llevan a allí, del afecto y el respeto que ella y su hermana Rose tienen hacia su padre. En la misma tierra se distribuyen las casas de Larry, de Ginny y su esposo, y de Rose con su esposo y sus dos hijas, lo que permite una actualización inmediata de la vida de todos. Muy lejos, en la gran ciudad, vive Caroline, la hija menor devenida en abogada ejemplar.
El día, el mes y el año se distinguen por los ritmos que impone el campo. Los hombres y las mujeres se distribuyen las tareas pero todos tienen el mismo respeto hacia esas tierras que son más que un suelo para vivir. La cosecha, por ejemplo, no es solo una actividad entre otras con valor comercial, sino un ritual ancestral que remite a las cosechas pasadas, que reanuda el complejo y primitivo vínculo entre el hombre y la naturaleza.
Un buen día, el patriarca decide ceder las tierras a sus tres hijas, sin sospechar (al igual que el Rey Lear) las tortuosas derivaciones que ese gesto tendrá para toda la familia Cook.
La decisión de Larry será minúscula en comparación con los descomunales efectos. Saberse un mero nombre en la historia de su familia, desarmado de ese orgullo cuantificado en cosechas, compras, máquinas y adivinaciones climatológicas, lo precipita a una vejez senil. Casi inmediatamente a la cesión, su comportamiento se vuelve errático, con una acentuación en la violencia que supo estar atemperada por la responsabilidad del buen campesino. Ahora que ya no tiene nada, ahora que no es dueño de nada, la nueva cara de Larry resulta ser la verdadera.
Ginny, Rose y sus maridos empiezan a padecer la paranoia del viejo Cook. Hay una tormenta que, al igual que en El Rey Lear, es un punto ciego que devuelve al patriarca transformado, casi un desconocido. Caroline, quien renunció a recibir la herencia, alimenta la paranoia de su padre y conforma junto a él un bando que choca de frente con Ginny y Rose. Son las dos hijas que cocinaron y limpiaron a diario la casa de su padre las que demoran en asumir el nuevo escenario. En las comparaciones de la narradora, Rose tiene más facilidad para enfrentar a su nuevo padre gracias a la costosísima cuenta personal que registra unilateralmente desde hace décadas, que resulta en un grueso saldo de traumas irresolubles, miedos y tormentos. Incluso pareciera como Rose llevara esperando toda su vida este momento de verdad.
Larry se consume en los pesadillescos planes que atribuye a sus dos hijas mayores, y ve arder en Caroline el genuino amor hacia un padre. Esa ficción opera como una profecía autocumplida y desencadena una alternancia perversa entre los roles de víctima y victimario. Imposibilitado de ver a Ginny y Rose como sus verdaderas aliadas, el patriarca implosiona y cae lentamente en el delirio.
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La hermana mayor tiene la titánica tarea de reinterpretar a su familia, de hacerlo ante los ojos del pueblo, con la aplastante responsabilidad de conservar y reproducir el esfuerzo de sus antepasados. Comete errores que la despojan de sus principios, que la empujan al borde del delito. Echa luz sobre su pasado para quedarse con un puñado de verdades dolorosas que la expulsan de su propia vida. Pero como su padre campesino le enseñó, se trata de aguantar, de esperar mejores cosechas, de no doblegarse y ser más duro.
La lógica campesina, el código moral de esas tierras y los destinos que respetuosamente esperan su turno para ser cumplidos son representados por Smiley con una precisión quirúrgica que no menoscaba la calidez de la tierra. La soledad propia de enormes extensiones de campo ahoga gritos, golpes, discusiones y los devuelve en amaneceres cargados de esperanza. Esta novela actualiza el antiquísimo esquema de relaciones familiares que se extienden inadvertidas por debajo de sus días, de sus noches, que atraviesan infancias, juventudes y florecen en una adultez torcida, sin redención posible.