Un hijo decide someterse a un procedimiento de muerte asistida. Ese es el abismo al que se asoma la novela del colombiano Tomás González. Una canción sobre los latidos de la existencia pese al dolor.
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Un insomnio intermitente de 148 páginas, de cara a la muerte latente de un hijo. Esa duermevela oscura pero no tenebrosa, más bien el punto exacto en el que una luminosidad tenue permite atisbar qué hay de un lado y del otro, la vida que sigue con todo su borboteo, la existencia que se apaga, es el territorio en el que se expande La luz difícil, la tristísima y extrañamente hermosa novela del colombiano Tomás González.
El escritor, nacido en Medellín en 1950, es autor de una veintena de libros. Debutó en 1983 con Primero estaba el mar, novela que pudo publicar gracias al apoyo económico de su esposa y de un socio del bar de Bogotá en el que trabajaba sirviendo copas. Siguieron títulos como Para antes del olvido (1987), La historia de Horacio (2000), Niebla al mediodía (2015), La noche toda (2018). Su obra poética está reunida en Manglares (2016).
Pese a su ingente producción literaria, es un escritor bastante secreto fuera de su país, y casi completamente desconocido en la Argentina.
Publicada originalmente en 2011, La luz difícil se reeditó recientemente en España, recuperada por Sexto Piso, y de ahí se derrama (por suerte) a las librerías locales.
El mecanismo narrativo de la novela, a la que se le pueden encontrar algunos filamentos autobiográficos, es un ir y venir muy clásico entre el pasado y el presente. David, el narrador en primera persona, es un pintor que ha pasado sus momentos de penuria y luego de gloria en Nueva York. De regreso en un pueblo colombiano, con un pasar que le permite darse sus gustos, rememora el momento más doloroso de su vida.
Casado y completamente atado al amor con Sara, a quien le dedica pasajes de belleza cachonda, que podrían figurar en una antología sobre la sensualidad incandescente entre personas grandes, ha tenido tres hijos. El mayor, Jacobo, de muy joven ha sufrido un accidente que lo invalidó para siempre y que le provoca padecimientos físicos insoportables.
La decisión de Jacobo de someterse a un procedimiento de muerte asistida es el abismo al que se asoma La luz difícil. Con esos fantasmas sale a bailar esta historia que, sin que se vea el truco, se convierte en una canción sobre los latidos de la existencia pese al dolor, el deseo acurrucado, los flechazos vitales que siguen punzando en la posibilidad de la muerte de lo más querido.
David, en el presente del relato, ha perdido a Sara. Tiene 73 años y está quedándose ciego, de modo que la escritura, a duras penas, se le da un poquito mejor que la pintura.
La secuencia de episodios (en total, los capítulos son 33, ¿quizás un guiño a la edad en la que Cristo culminó su calvario?) alterna entre sus días junto a Ángela, una mujer que lo asiste, acariciando su declive, y su rememoración de la noche sin fin en un departamento neoyorquino con vista a un bello cementerio, aguardando a que su hijo pase a otro plano.
Además de la oscilación entre pasado y presente, hay otro movimiento de vaivén, vinculado a la titilación de una esperanza desesperada: ¿Podrá Jacobo arrepentirse, evitar la eutanasia y seguir soportando una vida que no merece la pena? Es lo que el narrador anhela, lo que Sara espera escuchar. La novela estira ese momento con una belleza que desarma.
Un ejemplo: “No supe qué decir, no supe qué pensar, no supe qué sentir. Ninguno quería la muerte, ni él, ni ella, ni yo, ni nadie, y la vida se aferra a este mundo con algo parecido al desvarío. La cucarachita a su rendija, la plantita a su hendija del ladrillo o a la roca desnuda”.
Junto a David, Sara y Jacobo, La luz difícil admite los refucilos vitales de Pablo y de Arturo, sus otros dos hijos, así como los trazos perfectamente delineados para hacer palpables a personajes como Venus y Ámbar, novias de los “chicos”, o a Michael O’Neal, amigo del hijo mayor que también sufre una paraplejia irreversible y piensa en la eutanasia como escape del padecimiento.
Compasión, sabiduría amarga, un sentido del humor que logra amansar el espanto. Lo de Tomás González no es destreza narrativa. Es algo distinto. Una franqueza. Una delicadeza que se pregunta sobre las posibilidades del lenguaje para tocar los límites. Una paciencia con las palabras, como la espera de los toques del pincel para dar con la luz exacta, esquiva, en una pintura que el narrador procura terminar mientras transcurre la madrugada más difícil.