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La ciencia ficción siempre fue un género en el que reflejar paradójicamente la naturaleza humana, una invitación a reconceptualizar nuestras definiciones básicas de la vida.

 

T he dawn of the space age se llamó a ese período de la historia en el que el avance científico y tecnológico hizo que la exploración del espacio exterior se convirtiera en una promesa increíble y un futuro inminente. Ese amanecer no tardó en transformarse en una carrera y, ulteriormente, en la gran amenaza nuclear. La ciencia ficción fue, por supuesto, el género predilecto para soñar ese futuro, advertir las hecatombes de esa carrera, narrar el conflicto del progreso en su extrema violencia política. Hoy, ese imaginario no nos devuelve más que la imagen de nuestra propia amenaza, la proyección hacia el espacio exterior se transfigura en la introspección sobre un futuro perdido en este planeta, una noche que no habría de extinguirse sin nosotros, un mundo que no amanece.

En los albores de la era espacial, alrededor de 1950 cuando el alunizaje todavía resultaba casi una empresa lunática, Tommaso Landolfi escribe Cancroregina. Su temperamento es algo curioso, una euforia amalgamada a cierto efectismo establece relaciones imprevistas con temporalidades, tradiciones e imaginarios alternos que nos sumergen en la anacronía de los símbolos y la intempestividad de la literatura. Por momentos, parece un viaje decimonónico no al espacio sino al centro de la Tierra, por otros la invade el delirio existencial o el impulso teórico de la metaescritura y, de pronto, se encuentra una con una imagen expresionista y galáctica. Se dice que a Landolfi le placía la extravagancia, quizás algo de esa inclinación lo llevó a cultivar su interés por la literatura rusa y a incursionar en un género tan anómalo a la tradición italiana como la ciencia ficción. Hay quienes niegan que esta nouvelle pueda estimarse en tal categoría. Pero a veces son las ambiciones las que definen una obra. Extrañeza y ambición constituyen el tenor de Cancroregina.

La primera extrañeza y la primera curiosidad es el nombre que da título a la obra. Entre cacofónica y regurgitante, la huella sonora de esta invención léxica procrea una imagen acústica fiel a la fantasía que se propone: Cancra, suena una mecánica de acoplamiento como una tuerca en engranaje; crocro, un movimiento orgánico en pleno proceso metabólico, como al interior del esófago de un sapo; cancro, la referencia a la enfermedad tampoco pasa inadvertida. Cancroregina es el nombre de una máquina extraordinaria que ha cobrado el estatuto de una criatura fascinante. Así la presenta el científico loco que aparece de súbito frente a nuestro protagonista, un letrado hastiado del mundo, con el proyecto exorbitante de viajar a la Luna. Hay que suspender la incredulidad para conservar el efectismo, faltaban aún dos décadas para que la comitiva de Neil Armstrong alunizara. Sin embargo, hay allí preguntas centrales a nuestro tiempo: ¿Acaso las máquinas están vivas? ¿El automatismo no acaba por hacer del artificio un dominio? ¿Su inercia no se impone regia ante nosotros?

Lo que era una excursión hacia el satélite natural se convierte en un viaje orbital sin fin y sin destino. El horror de la materia inanimada se revela en su imperturbable necesidad, en la constatación de que no hay en ella finalidad alguna. La crueldad de la máquina es tan inapelable como la del universo, en la una y el otro: la vida es una existencia insignificante. Sumido en la monotonía, el protagonista descubre que solo abandonó el mundo para anhelarlo.

La escritura de Landolfi demuestra un espíritu laborioso, hasta obsesivo, con las palabras. Hay excursos que elaboran, a través de impresionismos lingüísticos, teorías sobre el proletariado y la fuerza de persuasión de los grandes líderes políticos. Con ello, en verdad, solo busca resaltar la extrañeza de las representaciones, la ironía de los signos, la jovialidad de la escritura. Aunque también, la condición social de la lengua, su herencia histórica, su consistencia colectiva. En el acuso del sin sentido surgen las preguntas sobre las finalidades de nuestras convenciones comunitarias, y de ellas el deseo de volver a vincular la emancipación con el progreso. El derrotero de Cancroregina parece advertir lo que sin ello hoy evidenciamos: la desencarnada relación entre tecnología y soledad, su monotonía.

La mayor virtud de Landolfi quizá resida en su capacidad para la descripción. La recreación en el lenguaje de una disposición anímica que se vuelca al espacio exterior y crea ese mundo que se habita. Las palabras guardan en su cualidad física relaciones secretas entre la vida y la materia. Allí, la existencia se despierta siempre lista para un nuevo amanecer.

Joy Koza

Huerta Grande, 1995. Licenciada en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba. Ha dedicado sus estudios al cruce entre filosofía y poesía. Calambur es el primer sitio en el que publica.