Sobre Un instante eterno. Filosofía de la longevidad, de Pascal Bruckner, traducción de Jerano Talens, Madrid, Siruela, Biblioteca de Ensayo, 2021, 201 pgs.
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“Envejecer es todavía la única manera que hemos
encontrado de vivir una larga vida”
Saint-Beuve
L as nuestras son sociedades viejas, o mejor, envejecidas: la pirámide poblacional se invierte, y el final de la vida se aleja. Al mismo tiempo, rige en ellas el culto a la juventud, depositaria de todos los elogios, tributo de admiración y envidia: mientras las culturas arcaicas –y las modernas, hasta no hace más de un siglo- reverenciaban la vejez como sinónimo de sabiduría, hoy se la considera el colmo de lo obsoleto y la torpeza. Entre estos dos rasgos, la contradicción es sólo aparente: “(…) el culto a la juventud, síntoma de sociedades envejecidas” (17). De esta singular característica del mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial parte este extraordinario ensayo de Pascal Bruckner (París, 1948), filósofo, novelista premiado y adaptado al cine nada menos que por Roman Polansky (Perversa luna de hiel, de 1992, protagonizada por Hugh Grant, Peter Coyote y Emmanuelle Seigner) y, fundamentalmente, ensayista polémico y profuso, cuya obra está desde hace tiempo ampliamente disponible en castellano. Aquí, Bruckner suaviza algunas de las aristas más filosas de su elegante prosa para pensar las consecuencias existenciales de la prolongación repentina de la vida de los seres humanos en las últimas décadas y proponer una actitud filosófica frente a este don, si deseado desde siempre, no menos inesperado y problemático.
La celebración de la juventud, como si fuera meritorio lo que no es más que un azar cronológico, tiene como contraparte ominosa, en nuestros días, el desprecio a quienes transitan el final del plazo concedido; un plazo que, además, se alarga progresivamente. El maltrato a la vejez es uno de los aspectos más vergonzantes de nuestra condición contemporánea, y uno de los más silenciados. Bruckner no tiene para ofrecer respuestas políticas para este estado de cosas. En cambio, se dirige a quienes, a partir de los 50 o 60 años, les toca comenzar a vivir el epílogo de su aventura en este mundo que resulta inhóspito con ese tránsito. Y, en resumen, los (nos) invita a comprender que ese sustantivo, “aventura”, es válido para la existencia completa, tanto para los hoy tan valorados comienzos como para el subestimado declive: “La existencia es una introducción perpetua a sí misma y esto hasta el final, sin gradación” (30).
Nada está concluido hasta que concluye, podría decir el autor. Sin embargo, una época signada por el falso triunfo completo del hedonismo excluye de la invitación al festín a aquellos y aquellas, cada día más numerosas y numerosos, a quienes la biología ha comenzado (así lo piensan) a limitar en su capacidad de goce. Nada de eso; hay vida durante toda la vida: “La edad espiritual y sentimental no coincide con la edad biológica. Sólo hay una forma de retrasar el envejecimiento: permaneciendo en la dinámica del deseo” (49)
Una pregunta fundamental, entonces: “(…) después de los 50 años: ¿qué nos mantiene despiertos?, ¿qué nos hace salir de la cama, cada mañana, felices de volver al mundo?” (58). Y una única respuesta saludable: “¿Cuáles son nuestras razones para vivir a los 50, 60 o 70 años? Exactamente las mismas que a los 20, 30 o 40. La existencia sigue siendo maravillosa para los que la aprecian, y odiosa para los que la maldicen. Y se puede ir de una posición a otra en la misma etapa, pasando de la desesperación al entusiasmo. La vida, a cualquier edad, es una lucha constante entre el fervor y la fatiga. La aventura humana no tiene sentido; sólo es una absurda y magnífica ofrenda” (65-66).
Resistir al descarte de la mayor parte de la humanidad por medio de la comprensión de la falsedad de sus principios, del absurdo de la dictadura de lo efímero, de la imbécil segmentación ontológica entre quienes todo lo tienen y quienes todo lo han perdido. Hoy, cuando los ancianos “(…) concentran en sí mismos todos los clichés que alguna vez se atribuyeron al buen salvaje y se convierten en el virtuoso negativo de nuestros errores” (103), el ensayo de Pascal Bruckner invita a celebrar el absurdo regalo de la existencia en todos sus momentos, volviendo a la consciencia de que siempre nos esperan aquellos caminos inexplorados, por temor, descuido o sencillamente por la escasez del tiempo: siempre queda algo por hacer, por inventar, por probar.
Y lo hace con una prosa de una elegancia algunas veces austera, casi siempre exuberante, que recuerda por momentos a la de aquellos escritores que, desde los estoicos romanos, fueron pioneros en el arte de reflexionar sobre la vejez. Se alimenta, en el camino, de altas autoridades filosóficas, pero también la literatura, el cine e incluso de canciones populares, conformando un impresionante fresco de referencias culturales que, sin embargo, no atenta contra la unidad en lo múltiple de la argumentación, ni en la sensación de verdad que transmiten las doscientas páginas del ensayo, una cualidad indefinible que puede percibirse en las emocionantes palabras finales del libro: “La existencia puede haber sido tan cruel como embriagadora y opulenta. La única palabra que debemos decir cada mañana, en reconocimiento del regalo que se nos ha dado, es: Gracias. No se nos debía nada. Gracias por ese regalo insensato” (200).
Feliz noticia, entonces, la publicación de un ensayo que, a contracorriente de la banalidad exultante de nuestras culturas, combate la desertificación de nuestro futuro con las nobles armas de una erudición no elitista y de una reflexividad siempre hospitalaria al disenso y la diferencia, atenta a reconciliarnos con nuestra común mortalidad, contra la infantilización forzada y la renuncia precipitada.