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La novela de los hermanos Strugatski, en tono de comedia negra y escrita en el que posiblemente sea su mejor momento creativo, reflexiona sobre la demora, la burocracia y la amenaza en una obra que remite a autores como Kafka, Ionesco o Philiph K. Dick.

 

D mitri Maliánov es un astrofísico que está a punto de concluir un trabajo, una fórmula matemática “revolucionaria”, por la cual podría obtener el Nobel. Para evitar ser distraído, envía a su esposa y a su hijo de vacaciones, pero comienza a recibir constantes interrupciones: una bella mujer que pasa la noche en su casa o un inspector que lo acusa de asesinar a su vecino. Otros científicos pasan por el mismo trance, y junto a Maliánov buscan encontrar el sentido de las distracciones que han atravesado, y que interrumpieron sus respectivas investigaciones.

 

Arkadi (1925-1991) y Borís Strugatski (1933-2012), conocidos por su novela Picnic extraterrestre, registraron en su diario algunas notas sobre la trama de Mil millones de años en 1973, y completaron un primer borrador al año siguiente. Recibieron un pago de la revista rusa Aurora, pero frente a la negativa de los autores de trasladar la acción a otro país (Estados Unidos, por caso), la revista se negó a publicar la historia. La versión que hoy recibimos traducida es de 1976, año aciago para nuestro país—esta conexión con nuestro pasado reciente se justifica, como veremos más adelante.

El título emparenta, a primera vista, al libro con La máquina del tiempo, por la distancia temporal que recorre el Viajero, o La primera y última humanidad, del también inglés Olaf Stapledon. Abundan los guiños a H.G. Wells (a uno de los personajes lo comparan con el Hombre Invisible, y otro aúlla con el ulular de los marcianos de La guerra de los mundos), lo cual tiene sentido porque, además de ser uno de los padres de la ciencia ficción moderna, visitó la Unión Soviética y se reunió con Stalin en 1934, ocasión en la que lo describió como un hombre “justo y honesto”. Las purgas estalinistas llegarían recién en 1937, y pese a ello Stalin contó con defensores entre las élites intelectuales europeas.

La novela contiene, además, múltiples referencias a la cultura rusa o alemana, lo cual dificulta un poco la lectura para quien no sea un rusófilo estricto. Las muchas notas al pie que incluye el traductor dan cuenta de aquella salpicadura de citas insertadas en la trama. Hay que ser justos y mencionar que las referencias no se restringen a aquellas culturas: A. y B. aluden, por ejemplo, a Apollinaire, Whitman y a la novela The nine unknown (Los nueve desconocidos, 1923), del escritor angloamericano Talbot Mundy, que articula una de las explicaciones que los confundidos científicos elaboran frente al misterio que los oprime.

Existe una clásica división entre la literatura fantástica y la de ciencia ficción; mientras que la primera no ofrece premisas racionales para explicar fenómenos sobrenaturales (Gregorio Samsa se vuelve un insecto y ya), la segunda debe, en teoría, abordar el fenómeno desde una perspectiva científica o más o menos metódica (en Soy leyenda, de Richard Matheson, hay un intento de explicar el vampirismo de los personajes usando nociones de bacteriología). En nuestra novela, los científicos, perturbados por fuerzas extrañas que impiden su labor, leemos: “¿Cómo pretendes explicar acontecimientos fantásticos sin recurrir a hipótesis fantásticas?” y se discute la incidencia de una cofradía de sabios que actúan protegiendo a la humanidad, “una secreta y medio mística Unión de los Nueve… no se sabe si extraordinariamente longevos o directamente inmortales, que habrían sabido preservar prodigiosamente su secreto, y que están consagrados a dos objetivos…recopilar y asimilar todos los logros de las ciencias, sin excepción, de nuestro planeta [y] velar por que tales o cuales científico-técnicos no acaben convirtiéndose en instrumentos de destrucción masiva”. La ciencia ficción se ha ocupado, desde sus inicios, de los límites del conocimiento y de lo moral o inmoral de su aplicación, de modo que, en este sentido, es una novela del género. La segunda explicación que exploran los atribulados científicos es la hipótesis extraterrestre: una supercivilización está impidiendo que avancen en sus estudios, para evitar que el envanecimiento y las consiguientes rencillas conduzcan a la aniquilación de la humanidad.

Permítame el lector señalar un obstáculo más, tal vez relacionado con cuestiones propias de la cultura rusa y su trato hacia la cuestión onomástica: la enloquecedora variedad de nombres atribuidos a los personajes. Consideremos algunos. Dmitri Alekséievich Maliánov, nuestro protagonista, recibe como apodos Mitka, Dímochka y Dimki. Su esposa Irina es Irka. Arnold Pávlovich Snegovói, químico y físico, el muerto de la trama—un temible Macguffin si se quiere, porque el resto de los inconvenientes que nuestros científicos atraviesan son un tanto más triviales: una caja de comida y bebida que llega misteriosamente a la casa de Maliánov, la interrupción de una atractiva mujer y el posterior olvido de su corpiño en la casa de éste, la visita de un agente secreto… Snegovói es llamado Arnold Pálych, la mujer del corpiño es Lidka Ponomariova, o Lídochka, V.A. Weingarten es Valka, Valia o Val (por Valentín). Como pasa con la genealogía de los Buendía, bien vale tener aquí un listado de los nombres en la mesa de luz, al lado del libro.

Cerca del final leemos un intercambio que puede tomarse como una velada (o tal vez no tanto) alusión a la historia soviética, lo que a fin de cuentas aclararía que las estrafalarias explicaciones que consideran los científicos no serían tan acertadas: el problema está en nuestro propio planeta, en nuestros absurdos, y crueles, sistemas políticos.

“—Entiéndame—dijo por fin—, rendirse nunca es agradable. Cuentan incluso que en el siglo pasado preferían dispararse antes que rendirse. No porque tuviesen miedo de las torturas o de los campos de concentración, tampoco porque temiesen confesar bajo tortura, sino sencillamente porque era algo vergonzoso.

—Eso también ha pasado en nuestro siglo—dije—. Y tampoco ha sido tan raro”.

Matías Carnevale

(Tandil, 1980) es Licenciado en lengua inglesa por la Universidad de San Martín y maestrando en literaturas comparadas por la Universidad de La Plata. En 2019 publicó En la tierra como en el cielo, cine estadounidense de ciencia ficción 1970-1989 (Editorial UNICEN). Coordinó la publicación de los libros Ray Bradbury, el hombre centenario (Catalpa, 2020), Exploraciones: ensayos en torno a Pablo Capanna (Ediciones UNQ, 2022) y Pull my daisy y otras experimentaciones, la Generación Beat y el cine (Alción, 2022). En 2020 creó el grupo de Facebook Nostromo, club de ciencia ficción, que administró hasta 2023. Colabora habitualmente en Infobae y Le Monde Diplomatique edición Cono Sur.