La canción de Aquiles ofrece una mirada angular novedosa sobre la Grecia heroica, una visita al sitio de Troya, esta vez narrada por un protagonista al que no impulsa el deseo de gloria y renombre eterno, sólo el deseo y el temor a la perdida.
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¿ Cómo narrar en términos novedosos la tan revisitada Guerra de Troya? ¿Cómo establecer un nuevo carácter a héroes que, sobre todo el cine ha ayudado a diluir, musculado en personajes a lo crossfit contemporáneo y regurgitado luego como vacíos modelos de heroicidad para espectadores con baldes de pochoclos? Madeleine Miller busca un camino más profundo que novedoso y logra dar con un ángulo desconocido, una perspectiva que le devuelve a la historia, tantas veces contada, un vértigo que parecía imposible de reinyectar. Miller usa la figura de Patroclo, amigo, mano derecha, amante de Aquiles para contar desde sus ojos la década de asedio a la orgullosa Troya. Un personaje que, a pesar de su importancia, queda al margen de las gestas que le rodean. Patroclo marcha a la guerra sólo para seguir a su amado, algo ofuscado porque el rubio semi dios elige su destino de gloria por sobre el hogar que ambos construyeron alejados del mundo y de las expectativas que pesaban sobre él. Un mundo de pulsiones que tienen como centro al héroe, que sabe por su madre Tetis las únicas dos opciones que tiene. La guerra, la gloria eterna y la muerte o la felicidad de un hogar con el inevitable olvido absoluto. Esa pulsión es desesperante para Aquiles y su círculo, pero lo es más para Patroclo que ve con impotencia como el futuro deseado, al alcance de la mano, se desvanece en los gritos de la guerra. Madeleine Miller no pierde tiempo en narrar batallas que aparecen, desde la vista de Patroclo como un caos abrumador, sinsentido, inútil. El conflicto, narrado por la Ilíada con gloria y honor, tiene en La canción de Aquiles un tratamiento más terrenal y crudo. Un asedio de una década ocasionado, más que por la heroica resistencia de los troyanos, por un sinfín de negligencias tácticas, gestiones deficientes y tensiones políticas en el bando heleno. En los interminables momentos ociosos, en el campamento griego, Patroclo observa a Aquiles, lo describe en su amor y en el temor a perderlo. Patroclo se sienta y mirando a Aquiles, cuenta una historia que no le preocupa más que en ese término, el de la perdida del amor. Hay grandes nombres, que buscan tallar su estirpe en la historia, pero los que mueren no tienen nombre alguno. Los hombres toman las playas de Troya, pero será Agamenón el nombre que se inscriba en las historias y relatos. Patroclo logra ver ese injusto tratamiento de los sin nombre porque se reconoce como uno, es importante porque quién ama es importante, poco más hay en él mismo, que frente a las piras funerarias de los caídos, intenta no pensar en los hombres que saludó, con los que habló, compartió el fuego.
El amor entre Aquiles y Patroclo es tratado por Miller como algo incómodo en el bando griego. Las relaciones homosexuales (dependiendo la polis de cada individuo) no estaban condenadas entre jóvenes hasta la edad de casamiento, incluso se alentaban para forjar relaciones amistosas más profundas. Pasado esa juventud, las uniones entre hombres no gozaban de la misma tolerancia. Tanto Aquiles como Patroclo, disimulan ese amor, fuera de la tienda y tienda adentro, ambos tienen pensamientos sobre mujeres, Aquiles ya está casado y Patroclo siente algo por Briseida, prisionera troyana. Hasta se permite pensar que se hubiera casado con ella, de no haber conocido a Aquiles.
La narrativa de La canción de Aquiles tiene una cadencia clásica, una mecánica que nos remite a lo que pensamos al pensar en una historia épica. Los diálogos, las descripciones del narrador, los pensamientos que se permite entre el relato de los hechos, tienen esa impronta que pondrá al lector en situación. El detalle, el concepto de narrativa de época no le impiden ser fluida y ágil.
—Aquí tu rostro es más ancho que antes. —Alcé mi propia mano para palpar esa diferencia, pero a mí se me antojó como siempre: hueso y piel. Aquiles me cogió la mano y me la llevó hasta la clavícula—. Y también has aumentado de tamaño aquí… y aquí —continuó, tocando suavemente con el dedo el bulto que me sobresalía de la garganta.
Tragué saliva cuando sentí la yema ponerse en movimiento una vez más sobre la piel.—¿Y dónde más? —pregunté.
Él indicó el atisbo de pelo fino y oscuro que me recorría el pecho y el estómago. Me empezaron a arder los carrillos cuando detuvo el dedo.
Un recorrido novedoso sobre un héroe que, como todos los héroes, es pragmático y poco locuaz, pero que acaba su existencia fuera de la gloria estipulada, buscada y conseguida, gritando el nombre de aquél que amó.