Jordi Sierra i Fabra nos acerca una historia donde ficcionaliza un breve y maravilloso episodio en la vida de Franz Kafka: fue, durante tres semanas, el cartero de una muñeca perdida y un mago de la palabra para una niña desconocida.
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“País de la ausencia
extraño país,
más ligero que ángel
y seña sutil,
color de alga muerta,
color de neblí,
con edad de siempre,
sin edad feliz.
Gabriela Mistral
S i hace más de un siglo asistíamos con estupor a la transformación de Gregorio Samsa en una cucaracha, metamorfosis que nos daría acceso al personaje, no ya la persona, de Franz Kafka. No menos asombro suscita ver a ese hombre enjuto y adusto convertido en un tierno “cartero de muñecas”. La historia base es un mito en el mundillo literario y el hechizo de transformarlo en una deliciosa novelita -el diminutivo no implica ningún sentido de minoridad, salvo la extensión del texto- le corresponde al prolífico autor español Jordi Sierra i Fabra.
El argumento fue relatado por Dora Diamant, la única mujer con quien Kafka convivió, durante el último periodo de su vida. Dora, una actriz polaca mucho más joven que él –el último y, posiblemente, único amor consumado por nuestro personaje- cuenta que un día paseando por el parque Steglitz del Berlín de 1923 –no sabemos si solo o acompañado por ella- Kafka encontró a una niña llorando desconsoladamente por la pérdida de su muñeca. Lo que viene después puede resultar inverosímil; pero, al parecer, conmovido por la escena, Kafka inventa una historia más tierna y digerible: su muñeca no se había perdido, sólo había partido de viaje. Él mismo tenía una carta escrita por ella destinada a su dueña. Dora refiere que esa noche, con el mismo estado febril y enajenado con que escribía sus relatos y novelas, Kafka se entregaría a la composición de estas cartas, correspondencia que llegaría asiduamente a la niña durante tres semanas.
Sí, en este punto, justo aquí, es donde también me hice las preguntas que infiero todo lector de esta anécdota se hace: ¿Es este hombre el mismo Kafka que nos sume en los laberintos oscuros de La metamorfosis o El proceso?, ¿Qué lo llevaría a asumir este compromiso con una chiquilla desconocida a un hombre que no tuvo hijos, cuyo propio padre fue una especie de tirano y cuya vida sentimental estuvo llena de cortocircuitos y desavenencias?, ¿Acaso la propia Dora, presa de sus proyecciones inconscientes, construyó esa versión más amorosa y paternal de su amado?, ¿De dónde emerge de pronto este Kafka que, incapaz de resolver la herida de sus propias carencias, intenta sanar la ajena?, ¿Por qué la niña, de mayor, no dio a conocer las cartas?, ¿Podríamos hablar de una obra inédita del autor? ¿Qué estilo tendría?, ¿Cómo le habrá caído a la madre o padre de esta niña anónima que un hombre maduro y extraño la envuelva en su fantasía, encuentro tras encuentro?
Me detengo, aunque seguiría, tentada por armar el rompecabezas y jugar al detective. Porque un poco se trata de eso, del policial que no se escribe porque no hay un crimen, pero que deja entrever su andamiaje detrás de la historia que nos llega llena de elipsis. No hay un crimen, pero sí una pérdida del objeto amado, y qué mayor delito que el que atenta contra el amor, que el que nos coloca ante la herida de la primera ausencia. El personaje Kafka lo sabe, por eso el policial se desvía hacia el terreno de lo epistolar y la reparación de esa pérdida no llega por la justicia, sino por la palabra.
Hay otro condimento, el gran estudioso de Kafka, Klaus Wagenbach, dedicó parte de su vida a buscar a la destinataria de estas cartas, visitando el parque, interrogando vecinos, persiguiendo mujeres de la edad que supuso que la niña tendría para entonces. Para desventura de él y para fortuna de nosotros, no logró dar en el blanco. Y digo que es una suerte porque es justamente ese vacío, ese interrogante, lo que impulsa a Jordi Sierra i Fabra a ofrecernos su propia versión posible de los hechos, en el único espacio apto para ello: la ficción.
Con un estilo sencillo, sin ornamentos, con una prosa que exhuma inocencia y ternura, el autor español construye esta obra, que mereció el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 2007. Kafka y la muñeca viajera, editado por Siruela, está ilustrado por el catalán Pep Montserrat, con una paleta acotada de colores, siluetas recortadas y un estilo que evoca el de algunas postales de posguerra e, incluso, parecen desdibujadas por el tiempo. Acompañan muy bien el estilo narrativo, y diría que lo equilibran, porque el colorido se lo lleva la prosa. La presencia de una adjetivación profusa –incluso, a veces, excesiva- se centra en los detalles: datos biográficos precisos, descripciones minuciosas, diálogos vívidos. Acaso Jordi Sierra i Fabra pareciera estar demasiado preocupado por conferir verosimilitud a la historia, como si a él mismo le costase creer que el personaje de Kafka se trata del mismo hombre al que conocimos gracias a la desobediencia o la traición de Max Brod.
Como sea, Sierra i Fabra logra construir un relato lleno de belleza, por momentos con una mirada pueril, por otros con una mirada más aguda. Ciertamente, busca responder nuestras preguntas iniciales con su relato, llena las lagunas dejando libre su genio creativo y hasta se permite escribir las cartas que él imagina que Kafka escribiera. Ahí están, retaceadas, salpicadas a lo largo de la historia, consolando a Elsi, a nuestro niño interior, al propio Kafka enfermo y moribundo de la historia.
Cuando estaba a punto de cerrar esta reseña, mi hija mayor olvidó su muñeca esperándome a la salida de mi clase. En la siesta ardiente tuve que llevarla a la escuela a rescatarla, literalmente vi sus lágrimas y también su sensación de triunfo al recuperarla. Entonces, de pronto, comprendí. No hubo más preguntas. La ficción había construido ese mundo posible donde todas las niñas permanecen eternamente unidas a sus muñecas y todos los hombres se vuelven más humanos, menos adultos y más niños; el tiempo se detiene porque no hay hacia dónde correr. Por eso le perdono al autor su exceso de biografismo, su prosa sobreadjetivada y algunos lugares comunes; porque, pese a ellos, hace magistralmente posible el milagro.