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Este libro es el resultado del primer viaje a Francia del poeta Arnaldo Calveyra, algo que representó un acontecimiento no solo en su vida sino también en su lengua poética. Es un registro de esa estadía llena de descubrimientos, en un encuentro permanente entre la prosa y el verso.

 

¿Podría convertir el diario en una ‘obra’?” se pregunta Roland Barthes en “Deliberación”, artículo publicado originalmente en 1979 en la revista Tel Quel, y que integra el libro Lo obvio y lo obtuso. Prestarles atención a los géneros que, de una u otra manera, tienen a “la vida” como tema se puso de moda en el ámbito de la crítica académica, pero también dentro de ese conglomerado nebuloso que podríamos llamar “mercado editorial”. Nunca es fácil escribir sobre la supuesta intimidad de otro, aunque sea una intimidad que deliberadamente se muestra, y si bien diarios hubo (casi) siempre, pispear, enterarse, (¿participar?) de la vida ajena es algo tan de nuestra contemporaneidad (“il faut être absolument moderne”, dijo Rimbaud) que una ya sabe más o menos en qué “modo lector” situarse cuando empieza uno nuevo: estamos, una vez más, en presencia de un yo que escribe, recuerda aquello que lo conmovió y se interroga al respecto.

 

Pero todos estos preconceptos se revelan inútiles apenas empezamos con la lectura de Diario francés. O ya desde la cubierta del libro, en realidad, al ver que reza “poesía” para describir el género literario de la colección que integra. ¿Esto es un diario? ¿Puede un diario ser poético? Veremos.

En el mismo texto que citábamos, Barthes describe cuatro motivos por los cuales un escritor llevaría adelante un diario. El primero es, casualmente, el motivo “poético”: para ofrecer un texto único, para mostrar un estilo. Pero, en realidad, nos preguntamos si el caso de este ¿falso? ¿tramposo? diario de Calveyra no se encuadra más bien en cualquiera de los otros tres motivos descriptos por Barthes: el histórico (las huellas de un lugar y una época), el utópico (constituir al autor como objeto de interés, sus deseos, su vida cotidiana, sus temores) y el enamorado (el diario como un constructo revelador de la pasión por la frase perfecta. Diario francés es quizás todo esto.

Arnaldo Calveyra, poeta (novelista, cuentista, dramaturgo), nació en Mansilla, un pequeño pueblo rural de la provincia de Entre Ríos, en 1929. Se licenció en Letras en La Plata. Autor de una obra exquisita, tiene entre su bibliografía más destacada Cartas para que la alegría (su primer libro, de 1959, reeditado en 2011), El hombre de Luxemburgo, Diario de un fumigador de guardia (otro “diario”), Maizal del gregoriano, Diario de Eleusis (otro más) y El cuaderno griego. Como algunos de los más célebres escritores argentinos, se mudó a París -en su caso gracias a una beca, a comienzos de los sesenta- y vivió allí hasta su muerte, en 2015. Este diario francés es el registro de su primera llegada a la capital parisina, en 1959.

“[E]l diario y el poema transcurren aquí en una voluntaria indiferenciación”, subraya Pablo Gianera, a cuyo cuidado estuvo esta edición, en la nota introductoria. ¿Cómo leer entonces este libro? ¿Qué pacto de lectura podemos establecer? ¿Es necesario establecer alguno o podemos más bien abandonarnos, leer como cuando leemos poesía, casi en trance, hasta que las imágenes (bellas, inesperadas) saltan a la vista y nos obligan a detenernos?

“[…] anduve por los ojos más solos del mundo como dentro de una cuchara gigantesca rodeada de azul”, “La tarde se ha corrido un poquito debajo del castaño”, “Miedo del quehacer de amantes. Una flor pasa la noche sola”, “Estar con el colmillo del amor en el pecho”, son algunas de esas imágenes que nos asaltan en el medio de la lectura, debido -una vez más- a la sensación de haber caído en una trampa: leemos las entradas como si fuera un diario, y entonces nos sorprende la poesía, o leemos el diario como si fuese un largo poema en prosa, y los tópicos comunes de cualquier narración de vida se obstinan en aparecer.

Porque en Diario francés esos tópicos están: a pesar de la narración fragmentada, si se busca minuciosamente, se encontrará al provinciano que finalmente llegó a París como a la tierra prometida (“Nadie viene a decirme que me he equivocado de ciudad, que no importa desear tantos años para que el deseo se cumpla. […] París es aquí, luego de atravesar los sueños…”) pero que sin embargo también se pregunta cuál es su relación con el país de origen, ahora que lo ve desde lejos (“Pero no hay dos patrias en uno si se deja hablar lo suficientemente alto a aquella que, secretamente, elogiamos con la carne”).

Como en todo diario, está el descubrimiento de lo nuevo (“¿Conocías la nieve? […] El sendero que venía jadeante, brazos en alto hacia nosotros, allá va ahora boca abajo, ¿cansado?, ¿muerto a medias? Entre nosotros y este río de frío”), y también el descubrimiento de lo que en realidad ya se sabía (“Encontrarse con que el mundo era tan pequeño como el pañuelo en el que mi madre me envolvió cierta vez unas monedas para los gastos de viaje entre Mansilla y Concepción del Uruguay”).

Si, como sostiene Alberto Giordano (2007), “[e]scribir la propia vida puede ser también una forma de vivirla” (p. 705), podemos preguntarnos también si este diario de poeta no solo es la obra en sí, sino también una forma de vivirla y de pensarla. Calveyra piensa aquí en su propia labor y figura poéticas en relación con el viaje a París, sin dudas (“[…] un poeta se debe, en principio, a su colectividad si quiere un día acceder a lo universal. […] París es un mundo a ver […]. Ahora yo escribo mis poemas y los guardo”), pero piensa además en el propio diario como su obra (“Diario del diario. Protagonistas: 1) mi yo de los unos, 2) mi yo de los otros […], 3) mi yo de nadie […], 4) mi yo de mí mismo […], 5) mi yo de todo el mundo”).

Es esto último, tal vez, el pensar al diario como parte de su obra poética, en usarlo como espacio para la reflexión sobre el encuentro entre literatura y vida, en usarlo también como el lugar de anotar las vivencias personales, las nostalgias y los anhelos, de expresar el deseo de ver y contar pero también la necesidad de guardar los poemas para otra cosa, es eso, decíamos, lo que termina por decidirnos y nos permite sortear la sensación de haber caído en esa trampa de la que hablábamos: es un diario de escritor, es un diario de poeta, y al final sí podemos establecer el pacto de leerlo, como diario y como poemas, como literatura y también como vida.

Referencias:
Barthes, Roland (1986). Lo obvio y lo obtuso. Buenos Aires: Paidós
Giordano, Alberto (2017) “Notas sobre diarios de escritores”. ALEA, 19/3, pp. 703-713.

Marcela Alemandi

(Buenos Aires, 1983). Licenciada en Letras por la UNR. Trabaja en Producción Editorial en CLACSO, como docente de posgrado en la UNR y como correctora. Escribe en sus ratos libres.