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Una familia disfuncional y una madre avasallante y feroz son retratados en su intimidad a través de los ojos de una adolescente. Con el paso de los años, esta joven encontrará las armas que le permitirán entender su entorno, sus vínculos y a sí misma.

 

¿ En qué momento alguien se convierte en la persona que es? ¿Qué tipo de persona resulta de una serie de actos definidos por la violencia de su ejecución y por la violencia que denuncian? Para Gaia, la protagonista y narradora de El agua del lago nunca es dulce (Sexto Piso), lo verdaderamente fundamental sucede cuando abandona su infancia y trata de navegar en las confusas aguas de su vida. Su adolescencia es el momento de quiebre y eclosión, cuando las piezas claves de su personalidad se muestran y tratan de encajar entre sí. En esta novela, Giulia Caminito expone con una mirada sensible e incisiva la adolescencia de una joven italiana que se define por su falta de definición.

 

Lo primero que hay que conocer de Gaia es a Antonia, su madre. Las primeras páginas marcan en una sola escena el carácter conflictivo, defensivo y voraz que identifica a la familia de la protagonista. Antonia se arma de engaños y astucias para llegar hasta la oficina de quien, en nombre del Estado, decide el futuro de su familia. Antonia reclama lo que es justo, lo que desde hace años exige a través de todas las instancias burocráticas posibles: una vivienda. La escena termina como debe terminar, con la madre de familia en el suelo, sujetada por varias personas, con su mejor vestido roto, y exhibiendo un cuerpo vigoroso y sensual. Es una madre devenida en matriarca como resultado de la violencia que sufren quienes son pobres en la Roma de fines de los 90.

La lógica elemental de los lazos familiares obliga a que Gaia se mida continuamente con su madre mientras se dirige a la adultez. La mayor parte de sus esfuerzos se dirigen a no ser como ella, a odiar su pelo rojo que sentencia la consanguineidad, a despreciar sus modos y la ausencia total de ternura: “no besa, no acaricia, no peina, no tranquiliza, no anima, sino que solo juzga y exige, solo mortifica con palabras y acusaciones, y subraya el fin de los sueños y de las esperanzas”. Gaia esperará que ese vacío se llene con otras relaciones. En parte lo encontrará en su hermano mayor, con sus breves instrucciones sobre la vida y la política, marcadas por su incipiente filiación anarquista. Sus hermanitos menores, gemelos importunos, necesitan una fuente inagotable de amor que Gaia no puede brindar. Su padre, confinado a una silla de ruedas, se retiró a la oscuridad del silencio y atiende como un espectador desinteresado lo que sucede a diario en su hogar. La casa familiar concentra, para Gaia, distintas facetas de la precariedad: “Todo se basa en el equilibrio de lo que está a punto de derrumbarse, pero que con una última raíz se aferra a un suelo friable”.

La mudanza a las afueras de Roma, a un entorno más apropiado para la crianza de niños, decreta un doble destierro para Gaia: de su infancia y de la ciudad. Durante el resto de su adolescencia, se definirá por no pertenecer a todo lo que la rodea. No se identifica con el pueblo, ni con sus compañeros de escuela y ni siquiera sus historias amorosas las vivirá como propias. La economía de su familia la aleja de los programas de moda, no tiene teléfono celular ni computadora para comunicarse. Su destino es leer libros que toma prestados, y refugiarse en sus estudios para cumplir los mandatos de su madre. Gaia padece un alejamiento, una extrañeza, que luego se le hace carne y bandera.

Las relaciones que entabla y sostiene están marcadas por el ritmo de su enojo y desenojo, por un enfado primigenio que es mucho más que un estado propio de su edad. No se trata de la rebeldía del adolescente que desea la adrenalina de la transgresión. Gaia está enojada con los cimientos que sostienen su vida y que amenazan con hundirla para siempre. Sin embargo, en su primera juventud habrá momentos de belleza que acompañen este tránsito: las amistades incondicionales del pueblo, la intimidad de compartir lecturas, los secretos de las primeras exploraciones de la sexualidad, y la sorpresa de descubrir que ella también tiene en sus manos el poder de la seducción.

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Caminito realiza una serie de operaciones al interior de la novela que la convierten en una obra compleja y sutil. Al presentar a Gaia en las etapas fundamentales de su crecimiento, desliza los vectores que apuntan a una lectura de crítica social y política. El temperamento de la protagonista adquiere verdadera dimensionalidad cuando repara en los motivos que llevan a su madre a discutir con los vecinos por causas que no la involucran, a protestar de maneras controversiales, y a distanciarse de su hijo luego de discutir los matices de la militancia. La furia hacia algunos de sus compañeros de escuela nace de los argumentos de su madre para reciclar útiles escolares; en el esfuerzo que hizo toda su familia para comprar una raqueta usada que le permita jugar al tenis y ser integrada a las clases de Educación Física. La adolescencia de la protagonista transcurre en una época de desencanto político por parte de la juventud italiana; en la confusión que siguió a la caída de las Torres Gemelas y la consiguiente estigmatización de pieles, religiones y nacionalidades.

El espacio en el que circulan estos discursos es la cartografía familiar que traza Caminito, sin caer en polarizaciones sensibleras, y adjudicando a cada uno su porción de comprensión y dolor, de gloria y de miseria. Es un escenario donde categorías como “malo” y “bueno”, “inútil” y “provechoso” caen por ser ineficaces para recuperar con justicia lo vital.

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El testigo inmovible de este escenario es el lago Bracciano que, al igual que la adolescencia de Gaia, concentra una mitología que progresivamente se cae ante la fuerza arrolladora de la verdad. Algunas de esas historias, como la que habla de un pesebre hundido en el centro del lago, serán relatos que, como es propio del mito, existen en su falsedad para configurar sentidos, para ordenar el caos de un mundo difícil de habitar. A medida que Gaia se comprende a sí misma, el pueblo y su lago se vuelven inteligibles. No se trata de una mirada que redime para olvidar, sino de ese tipo de mirada sabia que incorpora las críticas: “Al pueblo no le gusta lo que llega, le interesa conservar, mantener, ser el líquido viscoso de una conserva, cerrar barriles y toneles”.

A partir de la voz, del pelo y de la magra contextura de Gaia, se construye un personaje femenino incómodo en su existencia; un personaje que destroza sus conquistas y que aprende a habitar entre las difusas fronteras de las definiciones. Para hacer esto, Caminito tensiona los hilos de la sensibilidad con la fuerza justa para no caer en golpes bajos, para no entregar un personaje digno de lástima sino del más auténtico de los respetos.

Ernestina Godoy

(Lincoln, 1987) es Ernestina Godoy es Licenciada en Filosofía por la UNC, docente y colaboradora en La Voz del interior.