”Como un profeta agitado, Merriwether intentó leer su licenciamiento deshonroso en los rostros de sus amigos. Sentía una terrible debilidad en Cambridge. Una solidaridad vacilante. Sin embargo, la moral colectiva de aquel lugar era seguramente más alta que la de la mayoría de sus miembros. Una moral que se aireaba en los grandes textos de la humanidad, que se enseñaba cada año y a la que se aludía con algo más que cortesía, una moral refinada por los usos mundanos (a veces más allá de su aplicación). Sin embargo, en muchos rostros de Cambridge se distinguía un automenosprecio irónico. Al igual que los católicos de boquilla, que no dejaban de pecar pero se mantenían en el rebaño gracias a la confesión constante de su indignidad, los ciudadanos de Cambridge podían profesar votos de heroísmo, sacrificio, nobleza, caridad, grandeza y humildad, y al mismo tiempo desertar de ellos con solo una oleada de autocrítica. El cantabrigense medio probablemente actuase y votase de modo correcto en las causas que exigiesen demasiado a sus conveniencias, pero, en numerosos aspectos, Cambridge era más depravada que muchas comunidades que profesaban menos votos, o votos menos añejos. Las comunidades más simples, más pobres, en el campo, en el gueto, mostraban una solidaridad con los que tenían problemas que dejaba a Cambridge a la altura del betún. El dicho de noblesse oblige era allí algo más público que personal. O eso pensaba Merriwether en aquellos días extraños y decisivos en su vida. Su visión era externa, en su interior reinaba el caos, y pocas veces se daba cuenta de que dicha visión era parte de lo que distinguía en el exterior.
Richard G. SternLas hijas de otros hombres