Reseñamos el último libro de Mauro Libertella, en el que vuelve a incurrir en la autoficción para contar una historia sobre el amor y la paternidad.
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T oda experiencia busca en su comienzo la forma de la novela. Esto tal vez se deba a que se lleva mejor con el transcurso de eventos y sucesos que con la pausa que supone la acción contemplativa. Por caso el amor, la loca experiencia en la que incurrimos a lo largo del tiempo, depende de la peripecia de los celos, la correspondencia o no de los amantes, el lento idealismo que descubrimos en un otro. Stendhal, maestro del amor narrado, pero también del amor vivido, decía que dos minutos antes de entregarse a la pasión había que suspender cualquier juicio moral. De otro modo, el deseo envejecía antes de tiempo; sin embargo, una vez ya arrojado a la corriente de la seducción, poco podía hacer por controlar el curso de las cosas.
Sin embargo, hay momentos en los cuales el enigma del amor se vuelve reflexivo, se detiene ante el simple asombro. No sabemos bien si se debe a un resabio de autopreservación, o a una transformación necesaria para entender lo inentendible. En esos momentos la novela que intente contar la aventura se transformará en ensayo, en un tratado de sabiduría dudosa, no por distracción del autor, sino más bien porque antes que la acción de los personajes requerirá de la inflexión de una voz para atravesar el curso que han tomado las cosas. Por eso a veces la literatura, un arma del pasado que coquetea con la obsolescencia pero todavía es muy eficaz en el presente, se tensa como un arco al disparar su flecha, que va de la adolescencia a la manzana de la adultez.
Un futuro anterior de Mauro Libertella transita en esa tensión que es propia de lo autobiográfico y su oscilación entre lo que se cuenta y cómo se lo cuenta; hasta podríamos señalar que, por momentos, se detiene ante el imperativo para quién contar. Ni distante, ni muy próximo a los hechos, aun cuando estos son extremadamente referenciales, Libertella ha sabido elegir el registro de lo personal, que hace tiempo en se ve ganado en la literatura argentina por la inflexión de lo íntimo, esa suerte de licencia extraordinaria para que la escritura siga y no se detenga ante especulaciones morales o estéticas. Hay que ser justos y señalar que su intimidad no es la del registro cotidiano o la simple confesión; más bien todo lo contrario, la intimidad explorada en Un futuro anterior es por demás extraña, atada a ciertas coordenadas biográficas lo suficientemente generales lograr una dilución del sustrato biográfico en lo mejor que tiene el género: la ambivalencia respecto a la importancia egotista.
La historia comienza con un grupo de adolescentes desorientados, y concluye en las consideraciones de un padre, que mira hacia el pasado sin nostalgia‒pero sí con asombro‒ cuando recuerda a ese grupo que se juntaba en una plaza o en los pasillos de la facultad para hablar de música y fiestas, y que ahora ha sido diezmado por el tiempo, la vida y las peripecias propias de lo novelesco, dejando solo el eco de una prosa reflexiva, una suerte de mapa inútil que sólo cuenta cómo se llegó a donde se llegó, sin ninguna instrucción:
“Nos queríamos pero también nos necesitábamos para atravesar esa interzona que va de la juventud a la adultez. Y un día nos despertamos y éramos adultos y esa forma de vida también se había terminado”.
Hay una vida antes y después de toda pasión verdadera que puede medirse en virtud de lo que nos arrebata, porque nada es gratis en este torbellino; y también, en función de adónde nos arroja, qué hace con nosotros una vez que nos lleva por delante. Entre el narrador de Un futuro anterior y Leticia, la chica “naif” que irrumpe en una fiesta, que olvida nombres y fechas, que parece flotar y seducir al mismo tiempo, existe el vasto campo de la “adolescencia postergada” que debe atravesarse a fuerza de razón y sentimientos; pero también, que concluye de un modo abrupto, con una traición entre hombres, con la proximidad de un temblor femenino que sacude el país masculino de la amistad.
Cada una de estas páginas justifica, redime, condena y explora a uno y otro extremo de lo que puede acontecer cuando aparece la atracción. Pero a diferencia de otros narradores‒ Musil, Joyce, Pavese o Benjamin, que hacen de la adolescencia una metafísica disfrazada de juventud‒Libertella la transforma en un limbo más cercano, más próximo a todos y, por lo tanto, encantador como aquello que perdemos. Los amigos, la pertenencia a un grupo, los respectivos novios y novias, el loop del crecimiento sustentan la trama de una novela de formación desplegada en ciclos microscópicos, que hacen una constelación con otros libros (hay que señalarlo: Libertella ha leído muy bien a Karl Ove Knausgård. En Mi libro enterrado padre y madre desfilan en un tiempo muy anterior a la literatura, en El invierno con mi generación los amigos eran esa afinidad electiva impuesta por un misterio naturalizado: el colegio). Al tomar lo inmediato, lo que a todo mortal le pasa al menos en un momento de su vida, como decía Borges, Libertella traza ahora los alcances del paraíso y el infierno, el amor y el desamor, las modificaciones propias de toda pasión; pero esta vez con aplomo consciente y una desconfianza irónica respecto a los alcances de la ficción, que le permite decir que al fin y al cabo “nadie tiene el control pleno de lo que escribe ni de lo que dice. La vida personal se filtra siempre, aunque en apariencia estemos hablando de otra cosa.”
La pasión se transforma del mismo modo que costumbres y rituales ‒quién no se mudó de barrio, quién no pasó por ciertos lugares saludando al fantasma que en ellos ha dejado‒, esto hace a la vida de todo personaje. Lo extraordinario en Un futuro anterior es la administración magistral de las dosis de romanticismo y de cinismo en el tono del relato. Departamentos vacíos adonde nadie se conoce, pero adonde todos entrevén la felicidad efímera de una fiesta que comienza aquí y termina más allá, en otro barrio de la ciudad; vacaciones iniciáticas que significan una fraternidad ociosa mantenida a lo largo de un mes de vagabundeos asistidos; un horizonte que se posterga en la endogamia afectiva de estudiar Letras y, por supuesto, la música para una época sonando a cada página; la compra de un departamento, una hija, el oficio de organizar la rutina laboral y ver de repente la llegada de la vida en una sala de parto con más ignorancia y temor que otra cosa; ese cúmulo de peripecias marcan lo que el personaje tiene de irrenunciable: el ideal baudelairiano ‒a lo mejor devaluado‒ de no desatender el presente, de persistir en él aferrándose a lo que se pueda, ya sea a lo que alimente o destruya, o incluso a lo que se imposta y se olvida. Esa transformación va de la mano de una graduación erótica, una especie de sismógrafo que mide y recolecta los datos de una metamorfosis imposible de detener, la que comienza cuando “la mano de la novia de tu amigo estaba en tu pierna, en medio de la noche, en una habitación en la parte de atrás de tu casa, mientras tu novia enterraba a su abuela a quinientos kilómetros de distancia”, y que termina en niveles mucho más moderados de exaltación introspectiva cuando, después de diez años de convivencia, se busca echar por tierra el lugar común que dice que “el amor romántico o apasionado no puede ser gobernado por la costumbre”.
El misterio del amor que Stendhal llevó a sus novelas y que él mismo padeció en sus días no es otra cosa que las máscaras y disfraces que adoptamos para tratar de saber por qué queremos estar con ese otro; no hay más que tomar esos vestuarios y sostenerlos por el tiempo que dure la incógnita, sabiendo que la respuesta no llegará. Al fin y al cabo, para eso existe la literatura. Al escribir nunca sabemos nada, pero mientras lo hacemos, adaptamos ropajes ajenos y nos lucimos con ellos en el ritmo que marca la moda de nuestra época. Quien lea atentamente este último libro de Libertella notará cómo el disfraz de la autobiografía, la máscara del sentimentalismo, produce un giro sorprendente y nos entrega al final la voz de una masculinidad desnuda, que llora sin temor infinidad de veces, se emociona, se cuestiona sus silencios y, finalmente, confiesa:
“siempre tengo miedo, y la paternidad enfatizó ese síntoma, o al menos lo hizo visible. Cuando empezamos a salir con Leticia ese miedo fundante estaba muy claramente ahí, como una sombra terrible: ¿tengo que dejar a mi novia e irme con ella? ¿Tengo que contarle todo a mis amigos? ¿Qué hago, qué hago, qué hago?”.
Hacer algo con uno sigue siendo una cosa de hombres. ¿Estará condenado el narrador al fracaso? Al parecer no. Uno tiene esa certidumbre cuando en la última página encuentra un futuro que parece esperarnos a todos por igual. Se trata de la poderosa verdad de los hijos, que aun jugando es sabiduría y nos salva del pasado: “‒¿Vamos a jugar? Yo soy la mamá, vos sos el bebé. Ahora ponete a llorar”.