En su ensayo más famoso, Tanizaki elabora poéticamente el duelo respecto de una sociedad tradicional japonesa que entendía a la penumbra como un componente fundamental de la belleza. Ante un Japón de 1933 que ya mostraba su fascinación por la luz eléctrica, plantea que solo en la literatura y el arte puede seguir valorándose plenamente la potencia de la sombra.
≈
E l ensayo El elogio de la sombra, del escritor, guionista y traductor japonés Junichiro Tanizaki (nacido en 1866), es un imprescindible manifiesto sobre la estética japonesa y los elementos que la diferencian del gusto occidental. Según el autor, mientras que en Occidente la belleza siempre estuvo relacionada con la luz, lo brillante y lo blanco (con lo oscuro y lo negro cargados de connotaciones negativas), en Japón la sombra es considerada no sólo como una parte constitutiva de la belleza sino incluso como una condición necesaria para la existencia de la misma.
El ensayo, uno de los pocos dentro de la gran producción literaria de Tanizaki, fue escrito en 1933 (recién en 1994 conoció una edición española gracias a Siruela). La fecha de la publicación original es clave, ya que el contexto de producción del texto es el de un Japón lanzado aceleradamente a la vía de la occidentalización, en el que los resabios de la cultura tradicional siguen presentes como más o menos veladas formas de resistencia a este proceso de aculturación.
El Japón del período de entreguerras es de una altísima conflictividad política y social. Los beneficios de haber integrado la Triple Entente en la Primera Guerra, que le permitieron anexionarse territorios alemanes y dieron lugar a un breve período de prosperidad económica, duraron relativamente poco. La recesión de los 20 (que se potenciaría con la Gran Depresión mundial de fines de la década) golpeó duramente a los nipones y ese contexto de crisis fue el fermento perfecto para un auge del militarismo que marcó las décadas del 20 y 30. En 1926 comienza la llamada era Shōwa (literalmente “periodo de paz ilustrada”), con el reinado de emperador Shōwa (Hirohito), que se extendería hasta 1989. Como suele suceder, esta
“paz ilustrada” comenzó con fuertes políticas represivas contra los movimientos socialistas y comunistas y un rebrote ultranacionalista (con directas influencias fascistas) que motorizó la invasión a China en 1937 y luego el ingreso a la Segunda Guerra Mundial junto con el Eje, tras el bombardeo a la base estadounidense de Pearl Harbor en 1941.
El período se caracteriza también por la presencia de una intelectualidad que fue reforzando un ideario nacionalista en torno a la figura del emperador y alentando las visiones de un “destino” japonés de potencia mundial, que en el proceso debía eliminar totalmente la “corruptora influencia occidental”. La producción literaria de Tanizaki, considerado como uno de los padres de la novela moderna del Japón, da cuenta de estas aceleradas transformaciones que sacuden al país, enfocándose en el intento de capturar el impacto emocional del cambio social sobre las personas comunes, pero sin ubicarse en el bando ultranacionalista. Después de un primer período de admiración por lo occidental, en los años previos a la producción de El elogio de la sombra el autor se había mudado a la región de Kansai e iniciado un “retorno a lo tradicional”. De esta época son sus novelas Hay quien prefiere las ortigas (1929), El cuento de un hombre ciego (1931), El cortador de cañas (1932), Retrato de Shunkin (1933), La vida enmascarada del señor de Musashi (1935) y Las hermanas Makioka (1936), considerada una de sus obras centrales, que incluso llegó a tener en 1983 una versión cinematográfica dirigida por Kon Ichikawa. Después de la guerra, su producción novelística se ralentizó notablemente, publicando sólo La madre del capitán Shigemoto (1949), La llave (1956, con tres versiones en cine) y El diario de un viejo loco (1961).
En relación con las transformaciones de su país tras la ocupación estadounidense, el lema con el que se puede definir la obra de Tanizaki es el clásico del bushido “shikata ga nai”, que significa algo así como “no hay remedio” o “ya no hay nada que hacer”. Aunque no la utilice explícitamente en El elogio de la sombra, esta es también su posición en cuanto a la “occidentalización” que vive Japón durante el período de entreguerras.
Un guerrero de la sombra
Partiendo de las dificultades que afrontó al intentar “construir una casa en el más puro estilo japonés” en Kansai, lidiando con los “sinsabores” derivados de la instalación de la electricidad, el agua, el gas y los sanitarios, elementos de necesario confort que se desarrollaron prácticamente en Occidente pero que en su faz estética resultan opuestos a cualquier criterio tradicional nipón (Tanizaki dedica varias páginas al horror que le causa el inodoro y sus intentos para disimular su prepotente blancura), el autor avanza en el desarrollo de una suerte de manifiesto en defensa de una relación más compleja con la sombra (es decir, con lo tenue, lo traslúcido, el contraluz, la semipenumbra, etc.), lo que implica otra concepción de la belleza, más sutil, refinada y misteriosa.
Desde la arquitectura, Tanizaki pasa a explorar estas particularidades del gusto japonés (y también oriental, más en general) en relación con los utensilios de cocina, los alimentos, los muebles, el vestuario del teatro tradicional, el ropaje monacal, la vestimenta y el maquillaje femenino (recordando, por ejemplo, que en la búsqueda de embellecimiento las mujeres de la generación de su madre o anteriores llegaban a pintar sus dientes de negro, ante lo que el autor se pregunta “si la finalidad de esta operación no era, una vez rebosante de oscuridad todo el espacio excepto el rostro, poner una pincelada de sombra hasta en la boca”).
Sin revolverse contra los logros del progreso, ya que se define como el “primero en reconocer que las ventajas de la civilización contemporánea son innumerables”, Tanizaki cuestiona la brutal imposición cultural de Occidente y la “imitación servil” de su estética y valores, lo que pone a Japón en una clara desventaja respecto de otras potencias. “Occidente ha seguido su vía natural para negar su situación actual; pero nosotros, colocados ante una civilización más avanzada, no hemos tenido más remedio que introducirla en nuestras vidas y, de rechazo, nos hemos visto obligados a bifurcarnos en una dirección diferente a la que seguíamos desde hace milenios: creo que muchas molestias y muchas contrariedades proceden de esto”, resume. En un ejercicio de especulación contrafáctica, también se pregunta cómo hubiera resuelto Oriente los desafíos técnológicos de una forma que no violentara el gusto y los valores tradicionales.
Sin embargo, el autor es plenamente consciente de que éstas son “sólo imaginaciones de novelista” y de que “las palabras no van a cambiar nada”, ya que “Japón está irreversiblemente encauzado en las vías de la cultura occidental, tanto que no le queda más que avanzar valientemente dejando caer a aquellos que, como los viejos, no son capaces de seguir adelante”. Shikata ga nai.
Más allá de sus intentos de comprensión y resignación ante el impacto del “progreso” sobre los valores tradicionales, ya en el año 33 Tanizaki se manifiesta horrorizado por la proliferación de la iluminación eléctrica en un Japón cuyas ciudades “están mucho mejor iluminadas que las grandes ciudades europeas”. Al respecto, denuncia que “posiblemente no haya otro país en el mundo, si exceptuamos América, que se entregue a tal orgía de luz eléctrica”. ¿Qué podría pensar Tanizaki ante las imágenes del Tokio actual, la más pura imagen de ese dominio del neón que asociamos automáticamente con el ciberpunk? Japón “es” ciberpunk, dice en algún momento William Gibson, el autor de Neuromante.
También resulta bastante sobrecogedor imaginar que el ensayo está escrito antes de la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial y de los tan brutales como innecesarios bombardeos nucleares estadounidenses (con una tecnología que podría ser considerado como el arma lumínica definitiva, que llegó a convertir a millares de cuerpos japoneses en sombras estampadas contra una pared por la fuerza de la luz). Puede que hoy la sombra no haya sido definitivamente expulsada de la vida y la cultura japonesas, pero no caben dudas de que la acelerada occidentalización que siguió a la guerra confinó buena parte de esos eróticos refinamientos de la percepción al rincón más profundo de un tokonoma o, como sugiere el propio Tanizaki, al reino de la literatura y el arte.
Más allá de algunas posiciones polémicas en relación con el lugar de la mujer en las sociedades tradicionales japonesas (una reclusión a la sombra que el autor termina justificando por motivos estéticos, ante los que sus antecesores “no podían actuar de otra manera”) o en cuanto a ciertos planteos raciales, El elogio de la sombra constituye un bellísimo texto, pleno de sutilezas y de poesía, que puede servirnos como acercamiento a las particularísimas valoraciones estéticas orientales.
En este sentido, podría leerse perfectamente en tándem con La estructura del iki, de Kuki Shûzô, ensayo unos años anterior, donde el autor intenta definir el iki, un concepto para el que no hay equivalente en las lenguas europeas, lo que lo constituye como clave “para entender la singularidad de una cultura como forma de ser de un pueblo”.