Skip to main content

 

C uando Mis cuentos africanos llegó a mis manos, lo primero que atrajo mi atención fue el pronombre posesivo que encabezaba la traducción del título al español. Diría que se trata de un acierto editorial, porque estos cuentos, que se anuncian como propiedad de Nelson Mandela, nos tientan a asomarnos a la mente del personaje atractivo que fue a lo largo de su vida. Claro que, ya en el prólogo, descubrimos que se trata de cuentos populares de raigambre oral, seleccionados y recopilados por el propio Mandela. Sin embargo, cabe preguntarnos si, como lector, intérprete y compilador de los mismos, Mandela no aporta su trazo en la autoría de estos relatos. Pienso en Borges cuando afirmaba que “Ordenar bibliotecas es ejercer, de un modo silencioso y modesto, el arte de la crítica”. El orden, la elección de versiones, el recorte, la selección de ilustradores ¿no vuelven acaso al propio Mandela una suerte de coautor de estas historias? Él mismo afirma en su prólogo, retomando un poco esta versatilidad de la narración oral, “Un cuento es un cuento y cualquiera puede contarlo como le dicte su imaginación, su forma de ser y su entorno; y si al cuento le crecen alas y otros se lo apropian (…) volverá a nosotros, enriquecido con nuevos detalles y una nueva voz”. Impecable manera de retratar las metamorfosis propias de los relatos de tradición oral, pero también su enigmática fuerza de atracción, eso que Walter Ong refería al sostener que la palabra hablada proviene del interior humano y que hace que los seres humanos formen grupos y comunidades.

 

Pero nos detengamos en este punto y vayamos a la segunda cuestión que me inquietó: ¿En qué momento Nelson Mandela -que fue activista contra el apartheid, abogado, político, filántropo y estuvo encarcelado durante veintisiete años- concibió esta obra para niños? La primera edición data de 2002, de lo cual podemos deducir que estamos ante un hombre maduro, en el ocaso de su vida, acaso el típico amoroso abuelo que nos invita a sentarnos junto al fuego para contarnos una atrapante historia que, a su vez, su abuelo le contaba. Pareciera que “Madiba” nos condujera de la mano a la hoguera de la tribu y, como buen anciano, apelara a su sabiduría ancestral para ponernos de narices ante una galería variopinta de personajes y sucesos que recuperan la tradición y la geocultura de África y, sobre todo, un universo mágico.

Ya intrigada, me entregué a la lectura de estos treinta y dos relatos, cada uno acertadamente acompañado de una breve introducción que nos ayuda a contextualizarlo. Un viaje a la esencia de África -mayormente del sur del continente- y su cosmovisión, en parte, pero, al mismo tiempo, hacia la universalidad del sentir humano. África no es, en estos relatos, un escenario, una ambientación de la acción, es cultura e identidad que emerge en cada personaje. La selva y el hombre como un continuum, animales personificados que nos recuerdan a la fábula, metamorfosis, hechizos y, a la par, todo el abanico de pasiones humanas: el engaño, la astucia, la envidia, la bondad, la holgazanería y el inventario sigue. Podemos reconocer las características que Bruno Bettelheim atribuía a los cuentos de hadas y es inevitable trazar simetrías, aunque se trate de culturas tan distintas. También son asequibles las diferencias; en estos relatos no siempre es claro (o al menos en gran parte) si la bondad gana a la astucia. Si bien hay enseñanzas, nunca son taxativas ni moralizantes. Aunque parezca una obviedad, a veces nos invade la sensación de que la “ley de la selva” se impone y que los personajes con mayor picardía salen, casi siempre, airosos. El ardid vence, cuando lo demás falta.

En ocasiones no exentos de humor, como ocurre en “De cómo se instaló la gata dentro de la choza” se abordan temáticas tan complejas como la cuestión de género. Otros, en cambio, se enfocan en la explicación cosmogónica y nos retrotraen al tono propio de las leyendas, como “Los regalos del rey León” o “Palabras de Shakhambi dulces como la miel”. Hay otros donde aparece el componente mágico y la hechicería como “La liebre y el espíritu del árbol”. Y, no dejan de atraer nuestro interés aquellos que parecieran traer ecos de los cuentos maravillosos europeos como el personaje de Mmadipetsane tan prima hermana de Caperucita, o Natiki que nos recuerda a Cenicienta, y los niños de “El ave mágica que hechizaba con su canto”, portadores de la verdad y ajenos al arte del engaño, no pueden eludir su parecido con “El traje del emperador”.

Relatos que valen no sólo por su universalidad, sino por su valor estético. Vemos desfilar esmeradas metáforas y floridas comparaciones, imágenes sensoriales que adornan la prosa y la embellecen. Tal vez podamos señalar un excesivo empleo de adjetivos, pero esto no opaca el lirismo de algunos relatos. imposible no hacer mención de las imágenes sonoras de “Mmadipetsane”, que rompen el lugar común apropiándose de los sonidos de la naturaleza ¿Acaso suenan de algún modo los minúsculos granitos de arena? ¿Quién conoce el sonido de las ranas al zambullirse en aguas profundas o del pájaro de lluvia al posar sus patas en las rocas?

Y si de música se trata debo confesar mi sorpresa al encontrar, al final de algunos relatos, un pentagrama con las notas musicales de las canciones que los personajes entonan. Impecable manera de hacernos viajar al interior de la tribu. Las ilustraciones aportan pintoresquismo a lo narrado en palabras. Algunas se destacan por su realismo, cómo el caso de Judy Woodborne, otras parecieran imitar los lienzos confeccionados a base de tinta vegetal y grasa a la usanza de ciertas tribus, como la de Nicolas de Kaat. Las más llamativas, como la de Mana Hattingh, atrapan por su vanguardismo y rompen el estilo dominante. Lo cierto es que todas ellas atraen por el uso de una amplia paleta de colores impactantes que capturan, con diferentes estéticas, la esencia de África.

Un libro que amplía nuestros horizontes y que, a su vez, aborda los conflictos propios de la naturaleza humana y, antes que adoctrinar, nos arroja ante la complejidad de la conducta y las maneras en que algunas virtudes vencen a las malas inclinaciones. El lector encontrará fantasía, aventura, desafíos y risas, todo tamizado con un vocabulario accesible pero muy rico. Un viaje hecho de palabras para regalar y regalarse y, si de pronto les crecen alas, ya saben que se multiplicará el deseo de seguir narrándonos que, al fin de cuentas, es el más primordial y valioso de todos los deseos.

Melina Terráneo

Nació en Oncativo, Córdoba en 1983. Es Licenciada en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente se desempeña como docente en el nivel medio y superior y es titular de la Cátedra de Literatura en el nivel primario en un profesorado. Desde hace quince años coordina un taller literario de jóvenes y adultos en su ciudad y capacita a docentes en el campo de la LIJ. Ha escrito reseñas y publicado artículos de crítica literaria en diversos sitios.