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Entre las emociones y las acciones de El buen soldado se abre una discontinuidad e inverosimilitud a veces insalvable: pero antes que una falla compositiva la aparente incoherencia es vivida con la felicidad de las mejores novelas de vanguardia de la época.

 

C ésar Aira acuñó la imagen paradójica de “telescopio invertido” para designar el modo en el que el punto de vista narrativo amplifica y distorsiona ya no a lo observado sino al observante: un procedimiento de exotización de la mirada que transforma la propia tradición, volviendo extraño lo conocido, nuevo lo viejo, experimental lo costumbrista. El ejemplo que utiliza Aira es Jane Austen: todas las novelas de la joven inglesa pueden ser vistas como un relato etnológico sui generis de un pueblo de costumbres exóticas llamado casualmente Inglaterra. Uno podría decir que en El buen soldado de Ford Madox Ford está operando algo parecido: uno lee el estado de la subjetividad tardo-puritana de comienzos de siglo XX con el asombro de quien ingresa en un mundo desconocido con reglas precisas y desconcertantes. Obviamente la lectura contemporánea de una novela de la que nos separan más de 100 años de su publicación original produce un efecto diferente al que debió tener para unos coetáneos demasiado inmersos en su absurdo cotidiana como para percibir o comprender del todo. El obligado anacronismo nos aleja así del aparente realismo psicológico de la novela e introduce una dimensión inquietante en el corazón de la moral burguesa que supuestamente representa, instigándonos a experimentar un sistema de códigos, relaciones, reacciones bastante confuso, que roza por momentos el absoluto sinsentido.

 

Si bien la novela parece construida en torno de un fondo normativo al que narrador denomina todo el tiempo como “respetabilidad” y que marca enérgicamente los límites de lo adecuado de lo desatinado, lo deseable de lo indigno, lo esperable de lo inconcebible, los personajes no dejan de producir a cada momento toda una serie de inversiones caprichosas. Para decirlo claramente: la perfección de los matrimonios, la regularidad de los intercambios, la estabilidad de los caracteres es un supuesto de la novela que el ya primer párrafo pone en discusión (“Mi mujer y yo conocíamos tan bien al capitán Ashburnhan y a su esposa como es posible conocer a alguien y, a pesar de todo, en cierto sentido, no sabíamos nada de ellos”) y que no hace sino mutar vertiginosamente en su más de 200 páginas. No es de extrañar por lo tanto que el propio narrador señale que “resulta asombroso lo que la gente respetable es capaz de hacer para mantener esa apariencia de tranquila despreocupación que necesitan para dar a los demás”: la respetabilidad que supuestamente busca armonizar las costumbres, generar la sensación de permanencia y permitir la reproducción de la sociedad, produce por exceso de intención aquel desborde de los sentimientos que precisamente busca conjurar. De pronto en este mundo todo es posible: los personajes se separan para estar juntos, el amor nace repentinamente entre aquellos que hasta poco se odiaban, los vínculos se desintegran cuando están a punto de consumarse, las traiciones devienen complicidades, los malvados se revelan como los más generosos, los más austeros como lo más derrochadores, los más puritanos como los más voluptuosos. Entre las emociones y las acciones se abre así una discontinuidad insalvable: toda causalidad de los eventos o coherencia psicológica se va dramáticamente a pique, pero antes que una falla compositiva la incoherencia es vivida con la felicidad de las mejores novelas de vanguardia de la época.

La extrañeza se duplica de hecho cuando el narrador -nuestro guía virgiliano en este infierno de múltiples estratos- en lugar de volvernos inteligible el mundo (como ocurre en muchos de los relatos que adoptan la estructura pseudo-etnológica, como por ejemplo La mano izquierda en la oscuridad de Ursula Le Guin) no hace sino enrarecerlo. Es que en realidad él también está perplejo ante el devenir de los acontecimientos y ni siquiera la interpretación retrospectiva puede iluminar lo oscuramente vivido. En este sentido suele asociarse a la novela con la idea de “narrador no fiable”, pero más pertinente sería hablar de “narrador falible”: los verbos asociados al campo semántico del “saber” saturan visiblemente el texto, aunque siempre acompañados por la negación, la duda, el anhelo. El narrador, primera víctima de la lógica de las inversiones, busca darle sentido a este universo, pero es el primero en darse cuenta que todo lo excede: “Soy consciente de haber contado esta historia de un modo tan desordenado que tal vez resulte difícil que alguien encuentre el camino en lo que quizá sea una especie de laberinto. No he podido evitarlo (…). Me consuelo pensando que ésta es una historia real y que, después de todo, la mejor manera de contar una historia real es contarla como se cuentan las historias reales. Es entonces cuando parecen aún más verdaderas”. Epistemología y estética forman así un quiasmo: a mayor confusión del narrador sobre los hechos narrados, mayor sensación de vida de lo narrado.

De allí que uno podría rápidamente decir que la perspectiva que sintoniza con la tradición realista o el culebrón romántico de la trama de El buen soldado pierde aquel sinsentido fundamental que se experimenta en una perspectiva distanciada; sin embargo, lejos de quedarse en la mera superficie del relato, este lector ingenuo parece mejor encaminado a comprender la verdad del texto que un modernista recalcitrante que renuncia a priori a participar de la trivialidad de la historia. De hecho, el texto coquetea con el horizonte de las malas novelas sentimentales, pero son precisamente ellas la que producen la lógica combinatoria y cuasi azarosa de la propia novela. Esto se evidencia con el personaje de Nancy: la niña que vive con el matrimonio Ashburnhan, y cuya presencia hace barajar nuevamente los sentimientos de todos los personajes, pasa en tres páginas de ignorar lo que son las “funciones vitales” implicadas en el enamoramiento a experimentar como estas se marchitan. La lectura de novelas ilumina para el personaje una zona nueva de la experiencia, pero las produce no como verdad sino destrucción: vemos ella un proceso en miniatura de la progresiva decadencia de todos los personajes. Por eso los personajes menos “sentimentales” son los que sobreviven: los villanos son racionales, pero el mundo irracional. La verdad novelesca se paga con el fracaso en la vida. Algo así sostiene el narrador cuando dice que “Vivimos en un mundo extraño y fantástico. ¿Por qué la gente no podrá conseguir lo que quiere? Existía todo lo necesario para satisfacer a todo el mundo. Y, sin embargo, todo el mundo ha tenido lo que no quería. Quizá usted pueda entenderla. Yo no…”.

Bruno Grossi

(Santa Fe, 1985). Profesor en Letras por la Universidad Nacional del Litoral y Doctor en Literatura y Estudios Críticos por la Universidad Nacional de Rosario. Profesor de Literaturas Contemporáneas y de Teoría Literaria en el nivel terciario y universitario respectivamente. Co-dirige la revista Präuse.