La mano de la buena fortuna parece adherir superficialmente a los tópicos naif sobre la lectura, pero a medida que nos adentramos en el libro nos encontramos por el contrario con un relato extraño que escenifica los dramas del novelista de vanguardia ante el material.
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U n lugar común arraigado en la cultura (del que Osvaldo Quiroga, los pedagogos y los cortazarianos suelen ser los principales culpables) suele asociar la lectura a toda una serie de valores terapéuticos o sentimentales: leer no sería otra cosa que la evasión hacia un más allá que nos ofrecería una compensación simbólica de los flagelos demasiado reales del más acá. La mano de la buena fortuna de Petrović parece superficialmente adherir a ese tópico naif: los personajes descubren que pueden ingresar en los libros e interactuar en los mundos representados (no importa si los libros son de cocina, informes burocráticos o ficcionales) con otros que los leen al mismo tiempo que ellos. Así la novela literaliza toda una serie de metáforas vinculadas con la inmersión, el contacto y la intersubjetividad que acontece al leer. Es lo que origina toda la trama romántica que estructura los capítulos centrales del libro y que le dio de alguna manera la fama internacional a la novela: Anastas y Nathalie se dan cita tienen una historia de amor apasionada, a pesar de no haberse visto nunca físicamente (de hecho en el único momento en el que se encuentran por azar en la calle ella no consigue reconocerlo o -siguiendo aquel recordado poema de Kamenszain – hace como que no lo reconoce), solo por coincidir en las páginas de un libro.
Sin embargo, si la novela fuera solo eso habríamos asistido meramente a una simpática actualización fantástica de los tópicos de los antiguos romances epistolares. Si la novela gana en densidad es porque vuelve real y concreto el esfuerzo constructivo de todo novelista: el espacio virtual en el que la pareja se encuentra no es otra cosa que el libro –Mi legado– que el propio Anastas va escribiendo con cada carta para ambos: un libro sin personajes, sin aventuras, sin progresión dramática; solo un decorado barroco e infinito para que la historia de amor acontezca. Si antes lo imaginario parecía comerse lo real, ahora es lo real en toda su dureza lo que se hace presente: para describir una habitación Anastas debe no solo imaginarla, sino verla, debe releer libros antiguos, consultar con anticuarios, arquitectos, botánicos, etc, para dar el salto a la escritura (Anastas el proto-Ramón Bonavena serbio). El resultado, a pesar de que Petrović no lo enfatiza lo suficiente, es una novela experimental que vamos conociendo a cuentagotas. Pero por ello mismo el drama amoroso (o los devaneos de Sreten para censurar el libro o de Adam para corregirlo según el gusto del mercadi) se vuelve así lo que hay que superar para alcanzar el verdadero drama de la novela: el conflicto del novelista experimental frente a un material que se le resiste a cada momento.