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La ópera flotante y El final del camino nos acercan a los comienzos de una obra original, extraña y divertida definida por el rechazo a las formas convencionales de narrar.

 

E l trazo de la escritura marca siempre un camino. La materia cambiante de lo que somos deja huellas. Y qué mejor forma que sellarlas que en un libro, el dispositivo por excelencia para intervenir, expandir y multiplicar la realidad. Como lectores voraces que somos, buscamos las marcas de la escritura que exhiben cambios, semejanzas y continuidades en la obra total de un autor. Tal es la razón de volver a las primeras novelas de Barth, que nos permiten entender los comienzos de la locura barthiana, una locura, digamos, posmodernista, similar a la que atravesaron escritores como William Gaddis, Donald Barthelme, William H. Gass y Thomas Pynchon. Un grupo de tarados que preparó el suelo para las generaciones de escritores como Don DeLillo, y más cerca en el tiempo, como David Foster Wallace, el último exponente de una corriente no muy bien lograda, siempre criticada y con un gran número de opositores. Digresión válida: es sabido el gran rechazo de los lectores por las novelas pretenciosas que se autodenominan posmodernistas, sobre todo el tipo de novela que apela a la metaficción, a formas retóricas complejas, a juegos de espejismos que ponen en duda lo real y lo ficcional y que traspasan la línea entre autor y lector en una maraña textual poco amigable a la vista. Es muy probable que si uno se encuentra con algún lector de Pynchon y Gaddis (si te encontrás conmigo, por ejemplo, qué mala suerte), esté frente a una persona que busque a toda costa defender, promocionar y exagerar la lectura de una novela de más de mil páginas, que cuenta poco y nada de lo que propone contar y que es rebuscada en el arte de narrar; un plomazo, según los marcos de entretenimiento de las medios de comunicación y de las actuales producciones de Netflix. John Barth goza de la misma maldición: la novela más conocida de él, El plantador de tabaco (Sexto piso, 2013) es una obra colosal de más de mil páginas sobre las andanzas de un personaje del siglo XVII en donde se cruzan las influencias de Cervantes, Twain y Joyce con las mejores dosis de humor oscuro e irreverente del propio Barth. La novela es una maravilla, un artefacto único de invención. ¿Qué hace que un escritor decida volcarse a un tipo de escritura poco convencional? Lo hace por hartazgo. Esa es la respuesta. Elige las formas más radicales para escapar del tedio de la literatura ortodoxa y repetitiva.

Para entender este resultado (considerando El plantador de tabaco como la primera obra barthiana, donde el autor ya tiene definido ritmo, estilo, intereses, etc.) primero hay que volver a las primeras novelas. ¿Por qué? Porque el tiempo es cosa seria. No hay que pasarlo por alto. El crecimiento del escritor en tanto reflejo de lo que quiere expresar y mostrar al mundo en el transcurso de su vida, con la inminente acumulación de los años, incide en la forma en que comprendemos y nos relacionamos con el material literario. No me refiero a la madurez, atada a la idea de carrera prolífica o de camino direccionado hacia el éxito o al fracaso (o de cualquier tipo de dirección que vaya en un solo sentido). Me refiero a la forma en que, como lectores, asistimos al circuito espiralado de la existencia humana a través del reordenamiento literario de un ser (un ser extraño, el ser escritor) que deja en manifiesto las formas que tiene para contar y expresar lo suyo a lo largo de su vida. Es por eso, a fin de cuentas, que los primeros libros son tan importantes. Vemos allí el germen de lo que será en un futuro la obra general y total del escritor. El nudo central que ata todas las obsesiones, traumas y preferencias estilísticas de un artista, todo en esos primeros pasos que son las primeras obras. Barth deja sentado desde el principio su intención de reventar las formas literarias para llevarlas hasta las últimas consecuencias. Y ese principio está en las dos primeras novelas publicadas en un solo tomo por Sexto piso: La ópera flotante y El final del camino.

Suicidas en el fin de sus vidas

Un joven de veintitantos decide escribir su primera novela y publica La ópera flotante, una oda a la filosofía burguesa sobre el sentido de la existencia en clave metaficcional. La ópera flotante ubica en el centro del conflicto los principios filosoficos que sostiene una vida bajo las libertades del individuo moderno de acabar con su propia existencia (comprar un arma y volarse los sesos, huir al lugar más recondito de un bosque y ahorcarse o inhalar monoxido de carbono en la comodidad de un garage). La ópera flotante está enmarcada en el tópico existencialista de la época de posguerra, el pathos de aquellos años en relación al porqué seguir viviendo en una sociedad empeñada en la aniquilación (Holocaustos y guerras) y el consumismo (Estados Unidos como el productor de mercancías industriales más grande del mundo). Por muy triste y deprimente que parezca, la novela está lejos de generar esto: parece más una comedia de Jerry Lewis con un guión escrito por John Cheever y William Faulkner. La novela sigue las reflexiones de Todd Andrews, que al levantarse una mañana, decide suicidarse al final de ese mismo día, es decir, matarse luego de seguir su rutina al pie de la letra y luego de visitar el show circense que se va a dar en la ópera flotante. En veinticuatro horas, accedemos a los últimos momentos del personaje antes de tomar la acción final y definitiva.

Pero sucede que el joven John Barth no quiere contar la historia de manera lineal. Las horas secuenciadas y ordenadas una detrás de otra son para este gran escritor un modelo narrativo anticuado. Porque el libro en realidad abarca, en esas últimas horas, toda la vida de Todd Andrews, con flashback, digresiones y documentos válidos para la comprensión de toda la existencia que lo formó como el ser humano que es, con sus traumas, deseos, convicciones y planteamientos morales y éticos, con su forma de ser como hijo, trabajador, amante, amigo y ciudadano norteamericano. Es decir, se va por la tangente, marca de autor que seguirá a lo largo de toda la obra barthesiana, enmarcada en la novela experimental y posmodernista. Vale otra digresión: la literatura posmodernista es de los géneros más anticlimax y desesperantes que puede haber (aunque yo soy muy fan de Pynchon y de Gaddis, y es ese estilo el que me permite cambiar de aire, entender que no todo es igual, minimalista, compacto y homogéneo en el mundo de la literatura, pero esto importa poco acá). En este tipo de obras posmodernistas el lector queda interrumpido por las elucubraciones del escritor, en donde la trama avanza poco, se vuelve lenta y lo que se quiere narrar nunca se narra ya que las consideraciones metaficcionales la imposibilitan. De hecho, si el material posmodernista no es bien trabajado, es un fracaso asegurado. Es quizás el género que peor se lleva con el mercado editorial y con la paciencia de los críticos y los lectores. No recomiendo escribir así. Recomiendo sí leer a los escritores que le salieron bien. Recomiendo leer, sin lugar a dudas, a John Barth, el maestro que satiriza nuestros temores como seres humanos en esquemas narrativos delirantes.

Lo curioso del autor es haber escrito y publicado una segunda novela muy similar a la primera, como si fueran criaturas concebidas de una misma placenta. Así es el caso del libro El final del camino, novela hermana de La ópera flotante, con Jack Horner (una versión muy similar a Todd Andrews, que a su vez es un alter ego del joven veinteañero John Barth) y un gran número de personajes estrafalarios, absurdos y tiernos que le permiten al autor indagar nuevamente en el mundo norteamericano de ciudad industrializada con sus nuevas paradojas y contradicciones. La ópera flotante y El final del camino deambulan en un mismo ecosistema, con el mismo tono nihilista y acido que caracteriza a sus personajes, tocando temas prohibidos para la época como el aborto, la pareja abierta y, por supuesto, el suicidio, ahondando en las incógnitas del ser humano sobre cómo tolerar el aburrimiento y evitar el sufrimiento. Así es la obra Barthiana: con la necesidad de huir de las formas establecidas, y mediante un gran sentido del humor, nos presenta un camino asegurado a la originalidad y a la experiencia más dislocada que nos puede brindar la literatura.

Gonzalo Zanini

(Córdoba, 1995) Licenciado en Comunicación Social. Redactor freelance y tallerista.