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En sus dos novelas, la mexicana Brenda Navarro explora las relaciones familiares (los vínculos filiales, fraternales, amistosos) invitándonos a perder distancia y sumergirnos en mundos turbulentos atravesados por conflictos de clase, origen y género.

 

D os mujeres unidas por un niño secuestrado. El suicidio de un adolescente que se instala como un loop en la cabeza de su hermana. Tanto Casas vacías (Sexto piso, 2020) como Ceniza en la boca (Sexto piso, 2022), de Brenda Navarro, se mueven cómodamente en los filos más incómodos de vidas empobrecidas. La narración en primera persona y el registro casi coloquial de sus narradoras permiten acercar historias en carne viva, sorteando la distancia que impone la letra impresa. Estas historias se despliegan entre los pilares que sostienen una crueldad insoportable: la familia, la maternidad y zonas bajas de una ciudad hostil. Es el suelo fértil para que las relaciones humanas se encuentren en la violencia, la opresión, la indiferencia y el silencio.

 

En ambas novelas de la autora mexicana, Latinoamérica está presente no solo como un dato geográfico, sino en las texturas, estereotipos y modismos. Para Navarro existe una manera latinoamericana de ver y vivir en Europa, de aguantar en nombre de la supervivencia, de pervertir la maternidad. Se trata de una vida que no se proyecta infinitamente porque el peligro siempre está a la vuelta de la esquina.

“Casas vacías”: poder sin querer y querer sin poder

Una mujer de clase acomodada, atravesada por algunos clichés del progresismo, pierde a su hijo. Lo pierde de vista en un parque, mientras trata de no perder a su amante que le escribe por teléfono. Otra mujer alzó a su hijo de tres años y se lo llevó, así, sin más. Inmediatamente cae sobre ella la condena social de ser una madre que no protege a su hijo, una condena que toma cuerpo en la mirada anónima, en la de su familia y en la propia.

Este relato se alterna con otra voz en primera persona, la de la mujer que secuestró al hijo. Es una mujer de clase baja que ardía en deseos de tener uno propio y no pudo hacerlo porque su pareja, entre una trompada y otra, le recordaba que no quería quedar atado a ella. Viven juntos y tienen un techo gracias al trabajo de él y al emprendimiento de pastelería de ella. Los dos batallan a diario en la carencia, pero ella soporta una capa más de empobrecimiento al no poder tener un hijo. Un día, cansada de que su vida sea un “no” constante, sale a caminar y llega al parque en el que una mujer se distrae unos segundos con su celular. Esa es su oportunidad para escaparse de la mujer vacía en la que se convirtió por no ser madre.

Los capítulos en los que Navarro le da voz a la primera mujer tematizan el duelo por un hijo desaparecido, y el consecuente recelo que guarda respecto de aquellos que parecen resignarse a su ausencia, como sucede con su pareja. Cada vez que esta mujer habla, la maternidad aparece como un objeto de reflexión, de duda, de miedos, que amenaza constantemente la versión de mujer deseante que su amante le ayuda a sostener. La maternidad habilita una incomodidad que resulta, a su vez, en una recompensa irrenunciable. La madre secuestradora, en cambio, encuentra en su falso hijo un sosiego pasajero, un motivo para soportar todo lo que considera malo en su vida. Sus razonamientos casi infantiles encuentran salidas igualmente infantiles y desesperadas que redoblan el espanto. Sus únicos momentos de arrepentimiento no resultan de la conciencia de haber cometido un delito, sino de la ardua tarea que representa cuidar a un niño.

Casas vacías se estructura en la alternancia de las voces de estas dos mujeres, siendo un gran logro de Navarro distinguir las personalidades en el registro de cada una. Son mujeres diferentes porque hablan diferente, porque la cadena causal que hilvana sus vidas y les colocó los pies en un tiempo y lugar determinado es un universo en sí mismo. Sus vidas convergen solamente ante los ojos del lector en la recurrencia temática. La clase social corre de manera transversal a las manchas que ensucian a las familias, a las parejas y a la maternidad. Hay omisiones imperdonables frutos de la desesperación; hay traiciones que se minimizan para sostener la armonía; hay mentiras autoimpuestas que se vuelven asfixiantes; hay asuntos no resueltos con la maternidad que se vuelven una cárcel. La cercanía que Navarro construye en el lector hace que el juicio sobre estas mujeres se transforme radicalmente, al punto de que el primer impulso de condena se disuelve en un relativismo de condena y redención.

Ceniza en la boca: el salto reiterado

La historia familiar, su sentido y destino, se compone de escenas, de piezas finamente delineadas que encierran un significado específico para sus actores. La familia que retrata e integra la protagonista y narradora de Ceniza en la boca es incuestionablemente seductora para quien tenga el vicio de la narración. Se convierte en un organismo productor de discursos y traumas que perfila con crudeza la personalidad de padres, hijos y abuelos. 

Diego es un adolescente que se suicida saltando desde un edificio. En ese momento su hermana estaba en otra ciudad, pero esa distancia no alivia el peso de la culpa. El salto de Diego es, para ella, un acto de abandono, una forma de hacerse escuchar que se sugería como destino. Esa es la forma en la que su hermana entiende lo que pasó, uniendo a cada explicación un retazo de su historia, que es en parte la de su hermano. Aquí la hermandad no es un antídoto feliz contra la soledad a la hora de los juegos en la infancia, ni la mirada cómplice a la hora de las travesuras. Las escenas que aparecen en boca de la protagonista, un caos cuidadosamente contenido, hacen de estos hermanos compañeros de supervivencia. Ella se convirtió muy a su pesar en madre de su hermano; él se escapó hacia un mundo propio empujado por la negligencia de su madre. En la breve y triste vida de este adolescente se confunden la sabiduría de quien entendió tempranamente la fatalidad de tener el mundo en contra y la bronca contenida de quien quiere rebelarse. Diego intenta pero no puede, y ni siquiera el amor de su hermana es suficiente.

La historia se mueve entre México, Madrid y Barcelona. México es el escenario de la infancia feliz, pero también la fuente de desdicha, violencia y pobreza. Después de vivir en Madrid y Barcelona, la protagonista regresa a su México natal para hacer el duelo de su hermano y enterarse de otras muertes igualmente tempranas. Cada una de esas historias le deja saber que lo que dice su abuela es cierto: “¿Ahora entiendes que lo peor no es la muerte o te vas a esperar a desaparecer para saberlo?”. Mientras la hermana de Diego revisa su historia familiar para entenderlo, se deslizan otras relaciones igualmente significativas en su vida, pero su madre persiste como el mayor desafío comunicacional. Se trata de un vínculo invivible, un vacío que de maneras diferentes llenan su abuela, una empleadora, y un grupo de amigas.

Navarro no le huye a los riesgos de la estructura narrativa que propone. La historia se desarrolla sobre distintas capas temporales, porque los traumas no admiten una ordenación cronológica. El Diego que salta es el mismo que esperaba ansioso la llegada de la Navidad y viajar a Nueva York, y el mismo que sufrió acoso escolar por ser mexicano. La madre que trabaja en Madrid a destajo y no le habla a su hija, es la misma avergonzada por su fealdad, la que no vio a sus hijos durante años para enviar dinero desde Europa, y la que da un portazo en vez de explicar que su enojo también es amor. Estos vaivenes temporales son también los picos y valles emocionales de la novela y complejizan los dobleces de los personajes.

Casas vacías y Ceniza en la boca hacen que un solo episodio, un solo instante, se convierta en un mecanismo de tortura para sus protagonista, el punto en el que se concentra la densidad de familias que no funcionan bien, que lo saben pero están demasiado agotadas moralmente para reaccionar, una experiencia con respecto a la cual no mantenemos la distancia del observador, porque la apuesta de la escritura de Navarro es la invitación a ser parte de ellas, a sumergirnos en esas constelaciones a lo largo de sus cientos de páginas.

Ernestina Godoy

(Lincoln, 1987) es Ernestina Godoy es Licenciada en Filosofía por la UNC, docente y colaboradora en La Voz del interior.