John Gray invita a pensar a los gatos como filósofos encubiertos, como criaturas capaces de responder sin saberlo los grandes interrogantes de la historia de la filosofía.
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E xisten al menos dos maneras en las que se emplea habitualmente el concepto “filosofía”. Una es más bien académica y refiere a la disciplina que se estudia y se padece. La otra es más plástica, más flexible, y se utiliza para referir a un conjunto de principios que rige una vida o una obra. No sería justo decir que son sentidos excluyentes, pero sí es necesario mantenerlos distinguidos para detectar qué sucede cuando se dan juntos, como en el caso de Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida (Sexto Piso), de John Gray.
Este ensayo es un libro sobre filosofía y además un libro filosófico, una intersección que sostiene el interés de la lectura en varios niveles. Cualquier lector que haya rozado las aguas filosóficas sabrá que pensar filosóficamente cualquier tema lleva tarde o temprano a pensar filosóficamente la filosofía, y esta recursividad de la disciplina es uno de los pilares de este ensayo. El otro pilar, acaso el más llamativo, son los gatos, en tanto posibilitan un enfoque que no se apoya en la racionalidad para acercarse a la filosofía, o antes bien, una forma de hacer anti filosofía.
A lo largo de seis capítulos no muy extensos, se tematizan los grandes debates que la filosofía puede aportar a la vida cotidiana. Esta grandeza de los debates se debe tanto a su trascendencia –son problemas que atraviesan a cualquier ser humano− como a la infinita apertura de puertas que renuevan el interés. La felicidad, el vivir de acuerdo a una ética, el amor, la muerte y la vida con un sentido constituyen el starter pack filosófico. Alrededor de estos temas giran las preguntas tradicionales de la disciplina, y alrededor de los gatos giran las respuestas, algo que la filosofía no siempre puede dar. Los gatos han aventajado a los perros –su eterno rival− en su presencia en las redes sociales y artículos de consumo, y tal vez este libro explique un poco el motivo de esa ventaja. Gray encuentra en los gatos no solo seres domésticos atractivos por su conocida elegancia y aparente autonomía, sino que se remonta a los cimientos de la civilización para demostrar su carácter divino. Hay, entonces, algo más en esos tiernos peluditos que invita a la reflexión.
En cada capítulo, el pensador inglés plantea el tema y establece una relación con los felinos. Sobre la importancia de la filosofía manifiesta: “los gatos no necesitan filosofía. Siguen su naturaleza, se contentan con lo que la vida les da”. En relación a la felicidad, subraya lo que todo humano piensa al ver un gato dormir sobre un sillón: “son felices siendo ellos mismos, mientras que los humanos intentan alcanzar la felicidad huyendo de sí”. La ética felina salta a la luz cuando un gato tira un objeto frágil desde la mesa: “se dice a menudo de los gatos que son amorales. No obedecen mandato alguno y carecen de ideales”. El amor, que se piensa como el centro de las relaciones humanas, “también puede ser el amor a un animal no humano”. Sobre la muerte, también tienen mucho para enseñar: “los gatos son unos inmortales mortales que solo piensan en la muerte cuando esta les es ya próxima”. Y sobre el tema central de esta obra, tendrían la palabra justa: “si los gatos pudieran entender la búsqueda humana de sentido, ronronearían deleitados por semejante absurdidad”.
Las tesis que Gray siembra a lo largo del libro son desarrolladas e hilvanadas a través de relatos sobre gatos que significaron un punto de inflexión en la vida de sus cuidadores. Así, un gato no es meramente un gato, sino una mascota que sintetiza el enorme capital humano: amor, protección, lealtad, memoria y miedo. Casi como al pasar, Gray recupera parte de la galería de mentes de la historia de la filosofía para proponer distintos puntos de vista. Así desfilan algunas escuelas de la Antigüedad como el estoicismo y el epicureísmo, junto con pesos pesados como Aristóteles, Buda, Hobbes, Spinoza, Schopenhauer, Pascal y Descartes. El detalle para nada anecdótico de estas presentaciones es que se realizan a cuento de un problema, antes que hacerlo de manera histórica y cronológica casi escolar. Si bien cada filósofo habla de su época, los horizontes que persigue esta obra hacen que el recorte de sus ideas sea suficiente para que el lector ubique a un filósofo con una respuesta y se sienta invitado a satisfacer su curiosidad por senderos propios.
No hay en Filosofía felina aquellos tediosos tecnicismos que se le endilgan a los filósofos, ni tesis sumamente abstractas que pierdan asidero con la realidad. Hay, antes bien, una propuesta amable para acercarse a mirar el entorno con otros ojos, una invitación a pensar seriamente y sin miedo aquellos interrogantes que se le presentan alguna vez en la vida al ser humano. En este punto, Gray es astuto y se corre de un humanismo simplón para aclarar: “los humanos no son una categoría superior a los demás animales ni inferior a ellos (…) La diferencia es que, si bien los gatos no tienen nada que aprender de nosotros, nosotros sí podemos aprender de ellos cómo aligerar la carga intrínseca al hecho de ser humanos”.
El recorte temático del autor presenta, sin embargo, una severa ausencia. Los tópicos elegidos inducen a pensar en la política, en tanto para algunos pensadores es una de las esferas que definen al ser humano. Aristóteles, uno de los filósofos más retomados por Gray, no entiende la felicidad humana con independencia de su dimensión política, esto es, no puede pensarse al hombre siendo hombre si no es en el intercambio con sus semejantes en la esfera pública. En este sentido, los gatos serían los mejores exponentes de un individualismo que solamente en ocasiones recurre a la acción conjunta. ¿Se debe entender, entonces, que la filosofía felina encuentra su limitación en la política? ¿Cabría la posibilidad de pensar en una filosofía política felina? No sería un error pensar que las respuestas a estos interrogantes iluminan los efectos que el individualismo tiene en la forma de entender la política en la actualidad.
Al finalizar la obra, existe el impulso de reproducir la estrategia expositiva del autor para preguntarse: ¿por qué el gato y no más bien el perro? ¿Hay algo intrínsecamente felino que los acerca a la filosofía? Si bien no hay una respuesta explícita a estas preguntas, la obra insinúa posibles salidas y deja que el lector ensaye una respuesta que, tratándose de un terreno filosófico, puede multiplicar los interrogantes. Por el momento, basta con pensar en esa autenticidad con la que los gatos conocen y cumplen sus deseos para entender qué puede el ser humano aprender de ellos.