En este título fundamental de su labor como historiador de las mentalidades, Ariés rastrea el lento pero inexorable proceso de pérdida de familiaridad con la muerte: cómo se ha pasado de la muerte cercana y “domesticada” de la Edad Media a la muerte prohibida, maldita y desterrada de nuestros días. En las cambiantes concepciones humanas frente a la muerte, a lo largo del tiempo no solo se van configurando sucesivas formas de convivencia con el final de la vida, sino que vemos confirmarse que huir de la muerte es la tentación de Occidente.
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H ace seis años murió mi querida abuela materna. Sus últimos, por suerte pocos, días fueron de internación en internación hasta quedar permanentemente recluida en una unidad de cuidados intensivos, ante la cual hacíamos una vigilia intermitente algunos de sus familiares más cercanos. Cuando comenzó la agonía, el equipo médico nos invitó a despedirnos de ella en su última habitación en la que, hacía tiempo inconsciente, yacía conectada a unas modernísimas y asépticas máquinas de “sobrevivencia”, esperando el momento de la decisión –no de la familia, mucho menos de la agonizante- de los médicos de ponerle final a una vida: cuando finalmente llegue, se nos hará salir de la habitación, para que no haya testigos, al menos no aquellos vinculados emocionalmente con la “paciente”.
Recordé este episodio, el último del breve conjunto de adioses que me tocaron, leyendo este libro extraordinario que Philip Ariès publicó originalmente en 1975 y que hoy felizmente ve a la luz en castellano en esta reedición en la colección Ensayo y teoría_filosofía de Adriana Hidalgo. Ariès (Blois, 1914-París, 1984) parte de la sorpresa de descubrir que actitudes aparentemente inmemoriales en relación al culto de los muertos y a la muerte sin más (tal como las visitas dominicales al cementerio) tenían un origen relativamente reciente y datable con precisión: no iba más allá del siglo XIX. Esto lo llevó a indagar cómo se moría en el período inmediatamente anterior y esto, a su vez, con el vértigo propio de los temas de estudio apasionantes que tan bien conocen todos lo que alguna vez han incurrido en él, a ir más allá, hasta llegar a abarcar más de un milenio de manifestaciones materiales mediante las que la humanidad ha dejado testimonio de lo que pensaba y sentía sobre el final de la vida.
La variedad de fuentes empleadas es fascinante. Cementerios, tumbas, lápidas, pinturas, arquitecturas, testamentos y libros (“una masa heteróclita, y no ha homogénea, de documentos” (pp. 17-19)) son relevadas e interpretadas para, “más allá de la voluntad de sus autores, descifrar la expresión inconsciente de una voluntad colectiva” (p. 18).
El resultado de las pesquisas es apasionantes. Durante siglos –desde la Antigüedad clásica hasta la Baja Edad Media- la muerte era un hecho sin duda temido, pero también aceptado como natural (“La familiaridad con la muerte es una forma de aceptación del orden de la naturaleza, aceptación ingenua en la vida cotidiana y a la vez sabia en las especulaciones astrológicas” (p. 38)), propio del destino de la especie y, así, incluido en la perspectiva de lo que no ofrece opciones. El moribundo se preparaba sin dramatismos ni exageración para la espera en su lecho del momento del final. Quizás porque sucedía en la casa, quizás porque no era nada extraordinario, Ariès llama a este extenso período “la muerte domesticada”.
Esta secular actitud humana no será objeto de un cambio revolucionario en la Baja Edad Media, pero sí de unas modificaciones sutiles que alterarán su fisonomía. Es que es entonces cuando, tímidamente, se presenta una figura llamada a protagonizar la historia hasta el presente: el individuo (tal como lo ha estudiado, entre otros, Aaron Gurevitch en su bello libro Los orígenes del individualismo europeo). Y la muerte no será indiferente a su presentación. A partir de entonces, aun siendo parte natural de la existencia, quien muere será cada vez menos un espécimen y cada vez más un individuo, el cual, en el momento exacto de pasar el umbral, se encontrará solo frente al juicio de las fuerzas del bien y del mal (las representaciones artísticas y arquitectónicas estudiadas en estos pasajes son bellísimas). Se tratará, así, de la “muerte propia”.
Esta actitud será dominante durante cerca de cinco siglos. Pero a partir del siglo XVII y fundamentalmente en el XVIII es posible comprobar una transformación radical. Hombres y mujeres convertirán lo que era un suceso relativamente indiferente en algo dramático, exaltado, espectacular. Y, al mismo tiempo, el protagonismo de la escena es sustraído al moribundo para ser asumido por los testigos, la familia, el mundo. Se tratará, en suma, de la muerte del otro, de “la muerte tuya”, antes que de la propia. A su vez, y tal vez en razón de esa misma alienación, se asiste por entonces a los primeros escarceos de la atracción casi sexual que el Romanticismo escenificará por la muerte. Será por entonces, también, cuando se constate el comienzo de la costumbre de la visita a los cementerios y del culto a los muertos.
Pero la historia de las actitudes ante la muerte no termina ahí, naturalmente. Pues resta considerar la que nos atañe más íntimamente, la nuestra, la de nuestro propio tiempo. Y el resultado de las pesquisas de Ariès por el presente es inquietante: “La muerte, antaño tan presente y familiar, tiende a ocultarse y desaparecer. Se vuelve vergonzosa y un objeto de censura” (p. 73). Y el primer rasgo diferencial es escenográfico: ya no se muere en el lecho propio, sino en los hospitales. Y se muere a solas. Es que ha llegado a ser inconveniente –primero para la familia, pero también para la sociedad en conjunto- que la muerte sea colectiva y doméstica. Y, en sintonía con la mudanza escénica de acontecimiento y para culminar la soledad del protagonista, ya no es el agonizante y ni siquiera su familia quienes disponen el momento y la forma de la muerte, sino que el juicio sobre la forma correcta y hasta obligada de morir es patrimonio de los habitantes permanentes de las nuevos escenarios: médicos y enfermeros, la nueva burocracia del final, deciden cuándo y cómo hemos de morir, en virtud de una legitimidad “técnica”, en el doble sentido de su propia pericia y de la fe en los aparatos. Exactamente como la situación que vivimos en la muerte de la abuela.
Hace poco más de un siglo, el gran sociólogo Max Weber se preguntaba, leyendo los últimos relatos de Tolstoi, si la muerte aún tenía sentido para sus contemporáneos. La respuesta, negativa, no ha hecho más que confirmarse desde entonces y plantear una serie de interrogantes sobre la salud de un modelo de civilización que nos ha vuelto medrosos e infantiles, que resignan su autonomía donde con más propiedad debiera ejercerse: en la decisión y el protagonismo sobre el final.
Es verdad que el libro de Ariès no responde las preguntas que abre, pero tampoco es su deber hacerlo. En cambio, nos provee con las herramientas para hacernos individual y colectivamente las preguntas correctas y ser capaces de ver, en el espejo de la historia, alternativas concretas a nuestras prácticas.