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Los relatos de Ted Chiang han sido elogiados por imaginar futuros posibles a partir de las ansiedades tecnológicas de nuestro presente, sin embargo hay en ellos, por el modo sutil con el que están construidos, una verdad estética que excede la ‘importancia’ de sus temas.

 

S i en 2005 Jameson todavía necesitaba defender la ciencia ficción de cierto repudio convencional y generalizado por parte de la alta cultura, hoy ese movimiento defensivo se presenta a toda luz innecesario: Dick o Le Guin ya no son lecturas de nicho, al contrario, pueden ser citados junto a Joyce o Woolf sin que eso sorprenda a nadie. En cierto sentido el realismo balzaciano o las pseudo-alegorías kafkianas habrían dejado de ser un modo adecuado de representación de los atascos sociales, pasándole la posta paradójicamente a la invención de mundos lejanos propios de la ciencia ficción. Es por eso que allí donde el sci-fi aparecía como género par excellence de evasión para adolescentes y adultos inadecuados socialmente, hoy se volvió no solo legítimo cognitivamente, sino un discurso al cual las ciencias sociales recurren para abordar los problemas concretos del presente. El ennoblecimiento del género aparece por lo tanto como consecuencia de haberlo dotado de un espesor teórico, un horizonte epistemológico, una justificación social, un sentido crítico y un saber cuasi pragmático. De este modo, la institucionalización académica del sci-fi se presenta como consecuencia del entrelazamiento de dos factores en diferentes niveles: por un lado, las propias tendencias inmanentes de la crítica literaria a disolver todo momento retórico, formal o estético de la literatura (cultural studies i’m looking at you) en pos de contenidos conceptuales aprehensibles; pero, por otro lado, el bloqueo político de la sensación de futuro en el que estamos, encuentra en el sci-fi un arsenal de argumentos anticipatorios o especulativos que aislados sabiamente brindan pre-textos para poner en marcha el pensamiento y superarlos una vez que los asuntos comienzan a volverse realmente serios.

 

 

En esta línea, el éxito mundial de Exhalación (2019) de Ted Chiang puede leerse parcialmente como efecto de ofrecer a las almas calculadoras deseosas de temas para papers o round tables los más candentes avatares del espíritu: multiverso, animalidad, arqueología de medios, inteligencia artificial, redes sociales, etc. Así planteado, sus virtudes no serían específicamente literarias, sino que, como tantos otros textos contemporáneos formalmente dudosos pero temáticamente interesantes, encontraría su valor en la comentabilidad intrínseca, esto es, ser el medio para otra cosa: el ejemplo de la teoría, la zona de seguridad de la conversación de amigos, la excusa para seguir tuiteando. Sin embargo, los cuentos de Chiang se resisten a ser domesticados a una serie de tesis filosóficas que meramente se ilustrarían por medio de imágenes. Aunque quizás es más justo decir que el libro a cada paso corteja y resiste dicha apropiación conceptual. En algún punto, menos que la construcción elegantemente razonada (la fábula oriental de “El comerciante y la puerta del alquimista” mima nuestro deseo renovado de ficciones borgeanas y la vertiginosa suspensión del principio de realidad en “Lo que se espera de nosotros” podría haber salido tranquilamente de la imaginación de Dick) o el efecto emocionante que generan (las reflexiones desgarradoras de un hombre que descubre, gracias a un dispositivo técnico que permite registrar todas nuestras vivencias, que su autopercepción como padre ejemplar es una gran mentira en “La verdad del hecho, la verdad del sentimiento” o la sensación de impotencia que transmite la inevitabilidad de los destinos de los personajes tal como se colige de los mundos paralelos de “La ansiedad es el vértigo de la libertad”), lo que habría que discutir es precisamente, luego del entusiasmo inicial experimentado, cierta ambigüedad que nos asalta con el correr de las horas.

Nadie ha dejado de señalar, para bien o para mal, el carácter de cuentos filosóficos o ensayos narrados para referirse a la poética de Chiang y el propio autor alimenta ese equívoco en el epílogo cuando explicita las causas teóricas (la asistencia a tal conferencia sobre informática, la lectura de aquel libro científico, las posibilidades latentes en una hermenéutica religiosa, las consecuencias de tomarse en serio un chiste filosófico) que le dieron origen. Ahora bien, sería un error o un salto precipitado considerar dicho origen conceptual como un defecto en sí. Ya Blanchot, leyendo las siempre denostadas novelas de Sartre, había planteado que las obras de ficción estaban cada vez más asediadas por intenciones teóricas y esta era una tendencia que no podía ser despachada sin más, como si fuera un problema excepcional de unos pocos autores con intereses filosóficos. El problema entonces -planteaba el ensayista oracular- no era si la ficción partía de tal o cual tesis, sino si la ficción podía ir más allá de meramente exponer lo que ya ha sido descubierto y volverse ella misma el espacio mismo del descubrimiento. En esta clave es que habría que leer a Chiang: ¿hasta qué punto el marco enunciativo sobrepasa y socava los cargados enunciados filosóficos de los que se habla? Resulta obvio para cualquiera que lo haya frecuentado, pero la verdad de “Ónfalo” no está en la tesis cosmológica que relega a la humanidad al mero simulacro de una civilización superior o la tesis antropológica sobre el posible origen del libre albedrío, sino en las modulaciones de la voz -el tono quebrado, suplicante, a la espera de una certeza- de esa arqueóloga que experimenta una crisis de conciencia. Es decir, cuando decaen las ficciones de Chiang en algún punto parecen devenir versiones más sofisticadas de aquellos experimentos mentales que desvelan a los filósofos analíticos (y en esos experimentos símil “dilema del tranvía” puede leerse un cierto estado de la ideología individualista norteamericana), pero en sus mejores momentos la vida de los personajes, sus decisiones y sus consecuencias inesperadas, sus anhelos y sus frustraciones, se experimenta en toda su frágil e intensa incertidumbre.

Todos los cuentos de Chiang tienen por lo tanto un rasgo saludablemente anacrónico (¿será eso lo literario en ellos?), una preocupación ético-formal que parece ir siempre más allá de las excusas temáticas por las que suelen ser elogiados (por personas responsables como Obama, que lo eligió entre sus libros preferidos del 2019). Los temas de agenda pueden leerse por lo tanto como el gimmick que el autor utiliza para insistir en los entrañables e insolubles problemas de siempre o quizás como el modo de hacer pasar esas preocupaciones atemporales por la prueba de la contemporaneidad (o viceversa: “La verdad del hecho, la verdad del sentimiento” revela como la situación actual de la subjetividad en la era de las redes no es más que el último avatar del antiguo pasaje de las culturales orales a la escritas). De allí que si los cuentos de Chiang resisten -como creemos- a su inmediata traducción conceptual es porque algo en ellos permanece a pesar de todo indeciso. No solo porque en cuentos diferentes se sostengan tesis opuestas entre sí (lo que lleva a plantear -si nos ubicamos desde el punto de vista de la obra- sobre las tensiones internas del propio libro), sino porque el problema del libre albedrio que tan visiblemente aflige al autor es algo que el lector no deja de experimentar a cada paso: ¿hasta qué punto no son, no las fuerzas argumentativas de las tesis, sino ciertas elecciones formales -un énfasis retórico aquí, una elipsis sembrada allá, pasando por una contradicción performativa deliberada acullá- lo que nos predispone emocionalmente a pensar esto o aquello? Es decir, ¿hasta qué punto somos, como lectores, libres de interpretar lo que queramos y hasta qué punto no somos guiados a comulgar con ideas que -a contramano de lo que sus comentaristas no se cansan de afirmar- el libro de Chiang irónicamente desconfía?

Bruno Grossi

(Santa Fe, 1985). Profesor en Letras por la Universidad Nacional del Litoral y Doctor en Literatura y Estudios Críticos por la Universidad Nacional de Rosario. Profesor de Literaturas Contemporáneas y de Teoría Literaria en el nivel terciario y universitario respectivamente. Co-dirige la revista Präuse.