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En “Un dios sensible” Emanuele Dattilo rastrea la idea del panteísmo a lo largo de la historia del pensamiento. El panteísmo no es una doctrina sobre Dios, sino el intento de pensar la identidad de mente y materia; no es una tesis sobre un dios ubicuo sin lugar: es más bien el intento de pensar que todo tiene lugar en Dios y, a la vez, el hacerse sensible de Dios en todo.

 

E sa región difusa y sin embargo reconocible que llamamos Occidente tiende desde hace al menos un siglo a la aceptación, gozosa o resignada, pero siempre indiscutida, de las opiniones, teorías e instituciones que resultaron vencedoras de las disputas por la legitimidad y la verdad. Como si algo del espíritu futbolero del campeón que no se discute se hubiera infiltrado en el resto de la cultura, estableciendo una vulgata de la racionalidad de lo real. La historia, al estilo whig según el cual todo lo que se impuso lo hizo con justicia, no admite reclamos. Ahora bien, ¿es verdad que el campeón no se discute?

 

Es por lo menos dudoso en general, e inaceptable por entero en nuestro gris presente. Si lo establecido tuvo razón y fue mejor, ¿cómo entender que haya llevado a un mundo de infelicidad mediada por dispositivos, al cual el agotamiento de los recursos naturales y las amenazas humanas asedian con la destrucción completa le auguran, en medidas geológicas, horas de existencia? Es sin duda más razonable la sospecha que impone la revisión crítica de lo obvio, lo natural, lo incuestionado, con la esperanza de que tal actitud polémica abra resquicios en la solidez de nuestro desaliento.

Este estupendo libro, El dios sensible. Ensayo sobre el panteísmo, de Emanuele Dattilo, puede leerse en esta perspectiva, dado que su mismo objeto -la reconstrucción de una tradición filosófica y espiritual alternativa silenciada por el teísmo dominante en Occidente- apunta no sólo a la reapertura de un debate intelectual, sino, yendo más lejos, a plantar la semilla de una nueva actitud ética en nuestro errático vínculo con el mundo y sus creaturas. Y lo hace de una manera espléndida, pues aún cuando se trata de una obra rigurosa y erudita, no aburre con tecnicismos (los que sin embargo no rehúye) ni resigna en ningún momento la amabilidad de una prosa siempre aguda, que se permite pasajes de bella poesía cuando la materia de ensayo lo exige (como, en particular, en el apartado sobre el amor como fuerza cosmológica y ontológica).

Se trata, como bien lo aclara el subtítulo del libro, de un ensayo, es decir, de una reconstrucción conjetural de esa tradición maldita que desde el siglo XVIII ha sido llamada “panteísta”. No de otra manera se podría haber abordado su estudio, ya que, como escribe Dattilo:

“El panteísmo ha tenido en Occidente la vida de un fantasma, una existencia puramente negativa, nunca asumida de veras históricamente. Podría decirse que vale, para el panteísmo, lo que valió para el gnosticismo: siendo una categoría heresiológio-historiográfica, esta no existe y no tiene una sustancia propia, sino que representa la sombra del discurso teológico, lo que este siempre ha expurgado o removido de sí como algo absolutamente inaceptable” (16)

Fue así la dictadura teológica la responsable de condenar al panteísmo a ese carácter fantasmal, a esa indefinición en la figura y en los atributos que vuelve necesariamente tentativo cualquier intento de definición de sus rasgos. Y esa obsesión de la teología estaba justificada; porque a pesar de que los bordes teóricos de la figura panteísta sean así de difusos, la convicción mínima común entre sus distintas versiones, que “todo es en todo” y que, así, no es posible pensar un salto ontológico entre la mente y la materia ni entre Dios y el mundo, su renuencia radical a aceptar la “discrepancia y la división interna del ser”, hace del panteísmo “(…) la forma más extrema y consecuente de ateísmo en que se ha ejercido el pensamiento” (26).

La negación de la grieta insalvable entre Dios y el mundo tiene un origen epistemológico en la visión panteísta:  nuestro entendimiento, con el cual accedemos al mundo, no es algo distinto del propio mundo. Nunca podemos separar las cosas de cómo las entendemos “(…), pero sobre todo nunca podemos separar nuestros entendimientos de la naturaleza de las cosas. Es decir, nuestras pasiones y nuestras formas de conocer no tienen su fundamento en nosotros mismos, sino ahí afuera, en el mundo. Es la rosa la que nos comunica su nombre” (51). Contra todos los dualismos, en particular contra el abismo entre la sustancia extensa y la sustancia pensante que Descartes pensó haber demostrado sin fisuras, los panteístas -con todas sus diferencias- se unen en la convicción de la unidad fundamental de lo existente. Pero, claro, si la mente no es una sustancia diversa de la materia, entonces el ser humano pierde el privilegio de la excepcionalidad (y asistiríamos, como lo supo sintetizar Jean-Marie Schaffer, al “fin de la excepción humana”). Y esto tendrá profundas consecuencias éticas:

“La cuestión de dónde estaba Dios durante Auschwitz está, incluso en sus presupuestos, tan atravesada una cierta imagen de Dios, y está formulada según una teología humanista tal alejada del panteísmo, que ni siquiera puede plantearse en la perspectiva que nos interesa. Lo que la filosofía panteísta ha llamado Dios, desde Aristóteles en adelante, está muy lejos de representar a un ser humano, perfecto, moralmente ejemplar, al que debemos imitar, y que constituye la medida de los diferentes comportamientos humanos, Quien no sepa imaginarse a Dios de otro modo que como garante de una cierta idea del ser humano en el mundo se verá obligado siempre, por fuerza, a negarlo en cada instante. La ética panteísta abre un espacio en el cual semejante pregunta ya no tiene sentido, un espacio en el que el “Humano” ya no existe, y en el que los humanos no son ni a imagen ni a semejanza de nada” (120)

¿Quiénes son, en definitiva, los protagonistas del ensayo de Dattilo? ¿A quiénes reconoce como “panteístas”?

 

“Son panteístas no solo aquellos que profesan la identidad de Dios con el mundo, o que simplemente reconocen -como David de Dinant- la identidad de la mente con la materia. Los panteístas son también -este es el rasgo más arcaico de su carácter, más difícil de comprender para nuestra sensibilidad- los que experimentan la realidad absoluta e inquebrantable del mundo y de las cosas, de la irreductibilidad de las cosas a un mito, a una narración, a una conciencia que las capte y las dirija” (278)

Son panteístas, así, quienes se resisten a ser víctimas del “porvenir de una ilusión”, los renuentes a imponer a la sólida realidad el trasfondo de una deidad, que celebran -sin falsas tonalidades de manual de autoayuda- la existencia en el mundo de la vida. Cuando el panteísmo identifica materia y forma, conciencia y vida, Dios y mundo, está impugnando las oposiciones centrales de nuestra tradición cultural y espiritual, a las que debemos, afirma el autor, buena parte de la responsabilidad de nuestra infelicidad. Aceptar los dualismos contrapuestos del materialismo científico moderno y del dualismo teológico no hará sino perpetuar esa infelicidad: “Pues la materia y Dios existen solo en las cosas, en las formas que vemos, cuando, ya no estáticas y separadas, se abren y nos tocan ese puro y ardiente deseo de ser que es la vida” (410)

Esta celebración de la potencia de lo vivo sintetiza el legado de la tradición silenciada por la que el libro de Dattilo presenta su oportuna carta de batalla. Sí, el campeón puede y debe discutirse.

Carlos Balzi

(Córdoba, 1973) es Licenciado y Doctor en Filosofía por la UNC. Fue becario doctoral de la Secretaría de Ciencia y Técnica de la UNC y posdoctoral del CONICET. Actualmente se desempeña como profesor en la escuela de Filosofía de la UNC. Ha publicado, entre otros, los ensayos Humanismo, ciencia y política. El desarrollo de la obra filosófica de Thomas Hobbes, Córdoba (FFYH, 2008); Física y política del autómata. Avatares del hombre-máquina, (Brujas, 2014); Thomas Hobbes, Leviatán, traducción, introducción, notas adicionales y apéndice de Carlos Balzi (Colihue, 2019).