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Sexto piso publica los ensayos Asuntos pendientes y en Calambur trazamos un perfil de Vivian Gornick a partir de sus extraordinarios libros anteriores.

 

E xisten autores que usan a los lectores como testigos forzosos de sus ideas, y existen autores que hacen de sus ideas un tema de conversación con el lector. Mientras que en el primer caso lo relevante es el quién, en el segundo es el qué. Vivian Gornick se sitúa en este segundo grupo, al que pertenecen quienes se distinguen por ser hábiles lectores y observadores de su entorno. Su obra es el testimonio de su capacidad para articular con aparente sencillez el punto de intersección entre su singularidad y el flujo incesante de personas y estímulos de una ciudad como Nueva York.

Gornick nació en 1935 en el Bronx, un barrio neoyorquino de clase trabajadora. Su literatura, sus ensayos biográficos y los ensayos sobre literatura están atravesados principalmente por los ejes de clase y género. Su interés por la política la llevó a formar parte de la segunda ola del feminismo, en un doble ejercicio de apropiación y crítica. Gornick pertenece al tipo de intelectuales que arrojan la primera mirada de sospecha hacía sí misma, hacia un sistema de creencias propio que, además, lleva impresa la marca de su generación.

La editorial Sexto Piso tradujo por primera vez al español sus obras más reconocidas: Apegos feroces (2017), La mujer singular y la ciudad (2018), Mirarse de frente (2020) y Cuentas pendientes (2021), recientemente distribuida las librerías argentinas. A lo largo de los dos tomos de sus memorias y de sus ensayos con registro biográfico, Gornick forjó un estilo que seduce por la precisión y la brevedad con la que hilvana sus ideas, un estilo en el que la palabra no está destinada a desplegar una soberbia monológica, sino a obrar junto al lector un leve deslizamiento de la mirada ingenua.

En Apegos Feroces, Gornick ofrece un retrato amoroso y crudo de su infancia, y especialmente de los primeros arquetipos de feminidad que poblaron su mundo circundante. Gornick evoca la ingenuidad de una niña que absorbe el complejo y franco mundo de las mujeres de su clase, y lo contrasta con la sagacidad de la mujer adulta que narra su presente. A través de las conversaciones que tiene con su madre mientras pasean por Manhattan, reflexiona sobre sus primeros años de crianza, sobre el matrimonio, la maternidad, la sexualidad y los prejuicios que marcaron a la generación inmediatamente anterior a la segunda ola del feminismo. Nettie, una vecina viuda que cultivaba su sexualidad más que su maternidad, es una figura tan opuesta a su madre que ayuda a Gornick a pensarse a sí misma: “Nettie quería seducir, mamá quería sufrir y yo quería leer. Ninguna de nosotras sabía como imponerse una disciplina que condujese a la consecución de una vida femenina ideal y corriente. Y, de hecho, ninguna de nosotras lo logró”.

Es justo encontrar en Apegos feroces un antecedente de gran parte de la narrativa de escritoras que, explícita o implícitamente, se apropiaron del feminismo para revisar cómo fueron esas madres que las asomaron por primera vez al universo femenino. Se trata de una mirada que no cae en la condena trivial ni en la absolución culposa. Antes bien, es un ejercicio racional que penetra en la pesada herencia materna, evidente en la automatización de hábitos que despuntan en las relaciones con sus propias parejas e hijos.

Apegos feroces fue originalmente publicada en 1987, y Gornick esperó hasta 2015 para publicar el segundo tomo de sus memorias, que al español se tradujo como La mujer singular y la ciudad. La narradora de esta obra es una mujer de ochenta años, transformada en lo que según ella es una auténtica neoyorquina, que sería algo así como una ferviente enamorada de una ciudad que repele y enamora a sus habitantes con un ritmo imposible.

En La mujer singular y la ciudad, Gornick se presenta como una caminante empedernida, una flâneur que se deja sorprender en cada esquina. En un registro sensible que no cede a la condescendencia, la autora piensa en aquello en lo que se convirtió. Por sus páginas desfilan su madre, su profesión de escritora, sus años de intensa militancia feminista y,de manera estelar, sus amigos. Si en Apegos feroces es su madre el centro gravitatorio de la construcción de su identidad, acá son sus amigos y parejas las que ocupan ese lugar. Gornick exhibe su enorme talento para diseccionar los vínculos entre personas, sus dobleces y franquezas, y descarga su astucia en las escenas que con una apabullante sencillez ofrecen su estructura íntima.

En estas últimas memorias, hay una conciencia de la autora de su propia soledad, que en ciudades descomunales como Nueva York mantiene el doble carácter de ser desoladora y reconfortante. La soledad la impulsa a caminar, a acercarse a lo humano, manteniendo una distancia de autorescate. Gornick escucha a quienes hablan en las cenas, en el parque y en el subterráneo:

“Nueva York no es puestos de trabajo, responden, es una forma de ser. La mayoría de la gente está en Nueva York porque necesita muestras –en grandes cantidades− de expresividad humana y no las necesitan de vez en cuando, sino todos los días”.

A pesar de las recurrentes referencias personales, sus observaciones se vuelven fácilmente traducibles a la experiencia de cualquiera que haya atravesado un catálogo básico de emociones humanas. En Mirarse de frente, el carácter ensayístico de la obra hace que las ideas sobre las cuales Gornick lleva tiempo reflexionando se impongan a los detalles de su biografía. El primer ensayo, Lo que significa para mí el feminismo establece un tono para leer el resto de los textos: “El feminismo de los primeros tiempos sigue siendo para mí el fogonazo vital de discernimiento que me despeja la mente. Me rescata de la autocompasión, me brinda el regalo incomparable de querer ver las cosas como son”. Desde ese punto de partida Gornick despliega consideraciones sobre las parejas heterosexuales, la peculiaridad de la amistad entre mujeres que se admiran, las pequeñas luchas de poder académico en universidades, el espesor existencial de vivir sola, el romanticismo del perdido arte de escribir cartas y la apabullante oferta de estímulos que ofrece la ciudad y que suele terminar en una soledad de departamento.

Las escenas biográficas que aparecen en estos ensayos muestran una Gornick de diferentes edades, palpable en los diálogos y en las concesiones que hace con las personas que se involucra. Sin embargo, el uso de un glosario propio y la conclusión de cada ensayo recuerda al lector que es la obra de una mujer que escribe para entender dónde está parada en su presente, y que se reconcilia con la incertidumbre de no saber quién será mañana, un tono que probablemente haya adquirido de su ciudad:

“La amistad neoyorquina es un aprendizaje en el arte de debatirse entre la devoción por la melancolía y la atracción por lo expresivo”.

En Gornick se adivina su pasión por un arte que es común a los buenos escritores: la conversación. No se trata de un simple intercambio entre conocidos para ponerse al día o revisar un tema. Conversar exige una entrega y una voz propia que sobrevuela la escena, como un guionista que atiende a lo dicho y a lo que podría haberse dicho, con un pie en lo que se habla y otro en la secuencia de los tópicos que aparecen. Gornick atribuye esa destreza, en parte, a su patria: “Si has crecido en Nueva York, tu vida es una arqueología no de estructuras, sino de voces, que también se apilan unas sobre otras, y que tampoco se remplazan unas a otras”.

Gornick ensaya una exposición de sí misma con sinceridad, sin la infatuación de egos a la que algunas narrativas actuales nos tienen acostumbrados. Su voz tiene la sutileza de las escritoras que apuntalaron su vocación en los años 70 y que supieron capturar algo esencial de la expresividad humana, haciendo que sus obras sean fuertemente personales sin caer en la intrascendencia del solipsismo. Su agudeza le permite señalar lo que hasta hoy sigue siendo un estilo literario y una forma de existir: “Las aceras de Nueva York están llenas de gente que quiere escapar de la pena de la cárcel que es la historia personal y busca la promesa de un destino sin definir”.

Ernestina Godoy

(Lincoln, 1987) es Ernestina Godoy es Licenciada en Filosofía por la UNC, docente y colaboradora en La Voz del interior.