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Tema

editorial Sexto Piso

Trauma feroz

Por Reseñas

La literatura atiende nuevamente la herida que nunca saca en la historia de Estados Unidos. La Guerra de Vietnam es, en esta primera novela de David Means, lo que desencadena la creación e imposición de dispositivos que ofrecen una falsa cura del calvario emocional.

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De la amistad y sus límites

Por Reseñas

En la primera novela del escritor norteamericano Forrest Gander se revisa la forma en la que concebimos la amistad, la fidelidad y la traición. Con una prosa dotada de vuelo poético, Como amigo muestra lo que ocurre cuando las fronteras del deseo se vuelven difusas.

 

L a amistad frecuenta la literatura con ejemplos notables. Virgilio acompaña a Dante desde el paisaje infernal hasta las puertas del cielo como un guía atento, comprometido con esa búsqueda que no es suya pero requiere su presencia. Del mismo modo, Sancho entiende que ningún interés personal se compara con el vínculo forjado con el Quijote a lo largo de tantas páginas y aventuras. Instantes antes de morir, Hamlet detiene el impulso suicida de Horacio y le ruega que conserve la vida para justificar sus actos ante la hostilidad del mundo. 

Esta especie de épica fraternal, que se replica hasta el presente con ligeras variantes, plantea una relación desigual. Por un lado encontramos personajes excepcionales, dignos de admiración, que llevan adelante la historia y, fundamentalmente, su historia. A su lado están los otros, los amigos fieles, siempre dispuestos, que siguen al protagonista aunque no lleguen a comprenderlo de manera cabal: Sherlock Holmes y John Watson.

Como amigo, la primera novela de Forrest Gander, muestra lo que ocurre cuando la alquimia de la amistad entra en crisis. Y entra en crisis porque las fronteras entre el deseo y el amor suelen desdibujarse, porque la fascinación por el otro puede revelarse como anhelo de destrucción, porque compartir la vida con alguien extraordinario pone de manifiesto lo insignificante de nuestra propia existencia. 

Escrita de manera fragmentaria y desde distintas perspectivas, la trama comienza con la minuciosa descripción de un parto. Los dolores de una madre demasiado joven, un padre ausente y una abuela condicionada por la religión hacen de la escena un acontecimiento doloroso. Apenas nace, el bebé es dado en adopción.  

Sin hilo de continuidad, la historia hace un salto en el tiempo y se concentra en la relación entre Les, el protagonista, y Clay. Ambos hacen mediciones de terreno para una compañía topográfica en el estado de Arkansas. Dentro de un ámbito eminentemente rural, Les se destaca. Dotado de una imaginación y una sensibilidad singular, es el centro de atención en cualquier circunstancia. No solo está lleno de anécdotas sino que sabe de jazz, de cine, ha leído poetas que nadie conoce e incluso escribe versos que guarda con recelo. Contrajo matrimonio con Sarah y tiene (o debe tener) amantes porque las mujeres solo tienen ojos para él. Con apenas veinticinco años parece haber vivido, al menos desde la perspectiva de su amigo, varias vidas. 

Clay se mueve en su sombra. Cuando no está en el bar, eclipsado al oírlo hablar de asuntos que desconoce, visita a Sarah para hablar de él. O se refugia en su propio hogar para imitar los matices de la voz de su amigo, los gestos de su rostro, la postura de ese cuerpo que le resulta tan hermoso como inaccesible. 

Les miente. Todo el tiempo. Y Clay lo sabe. Pero esa capacidad para inventar historias alucinantes ejerce un poder de atracción irresistible, erótico y existencial a la vez. 

Yo estaba desesperado por que notara mi presencia, por caerle bien. Pero no tenía nada que ofrecerle a alguien así. Mi adoración no valía nada. Él había despertado en mí algo inmenso, de esas cosas que le cambian a uno la vida. La idea de un modo diferente de habitar el mundo.

Clay sopesa su vínculo con Les. Reconoce que lo quiere, hasta que podría estar enamorado de él, o de su esposa, o de ambos. Pero, cuando decide sincerarse, acepta que en realidad quiere otra cosa: quiere ser él, ocupar su lugar en el mundo, abandonar el papel secundario al que lo ha relegado la trama de la vida.   

El relato de Clay se interrumpe cuando ocurre un acontecimiento inesperado que, a su vez, será el puntapié para conocer la voz de Sarah. En esta parte, la historia abandona su carácter narrativo en favor de un despliegue poético que permite conocer la intimidad de Les y su pareja, sus códigos, los vaivenes versificados de una relación amorosa que termina signada por la tragedia.

Cabe destacar que Forrest Gander es poeta. En este campo -en el que tiene varios libros publicados y que lo llevó a estar nominado al premio Pulitzer-, el autor exhibe su capacidad para construir imágenes precisas en pocas líneas. Una belleza cargada de tristeza emerge de las palabras que hablan de Les, al recordar pequeños momentos, temores, entregas, gestos. En un pequeño párrafo, Sarah consigue capturar aquello que se escurre del relato de Clay, aquello que resultó invisible para el amigo: 

…nos salvaste a todos del lugar común. Extraías lo mejor de cada uno. Ése era tu gran don.

Como amigo termina con un breve capítulo en el que, finalmente, aparece la voz de Les. Son pequeños parlamentos en primera persona, sin un orden específico, extraídos de una entrevista. La sucesión de frases funcionan como breves ensayos en torno a la poesía, la empatía, la violencia, la generosidad, la amistad. 

A través de estas reflexiones finales, Gander reconfigura al protagonista de la novela, lo simplifica y complejiza a la vez, lo acerca. De esta manera, cada idea de Les se convierte en un invitación a volver sobre los capítulos anteriores para comprender el porqué de sus actos, de sus decisiones, de sus palabras, del mismo título de la novela. Porque, como expresa en un fragmento, me gustaría creer que hay esperanza, digamos, en el hecho de poner atención a las palabras.

Cómo perder la dignidad sin perder la gracia

Por Reseñas

En “La penúltima vez que fui hombre bala” el último libro de cuentos del gran escritor Etgar Keret accedemos una vez más al mundo delirante, gracioso y profundo de un autor imprescindible de la literatura contemporánea.

 

N acido en Tel Aviv, la situación de Etgar Keret es la de un autor que viene a hablar del tópico que tratan los grandes escritores de la literatura universal: qué hace el ser humano consigo mismo y con su entorno. Muy profundo quizás. Muy filosófico. En manos poco virtuosas, la cuestión se vuelve pesada, insoportable. Pero en el caso de Etgar Keret, se vuelve una maravilla, una exploración ácida y humorística de la condición humana que mezcla la lectura ágil de los bestsellers con los condimentos que vuelven clásicos y eternos a las grandes obras literarias. Keret viene a presentar lo que sucede cuando la desesperación nos muestra, al mismo tiempo, lo bueno y lo malo de la vida, cuando el fracaso, con el tiempo, ya instituido en nuestro ser, se vuelve lo único que nos caracteriza.

 

Vale aclarar que la responsabilidad que se le adjudica al autor según estos argumentos es enorme. Mejor tomarlo con humor, con mucho humor, como para hacerle honor a su estilo. Si pienso en el tipo de mezcla que sería la obra de Keret, algo así como una especie de smoothie a servir en un bar popular pero de renombre, tendría la siguiente combinación: Albert Camus (El mito de Sísifo) + Saul Bellow (Herzog) + David Foster Wallace (La niña del pelo raro) + Franz Kafka (El proceso) y, obviamente, + Woody Allen (en particular el libro Sin plumas y la pelicula Crimenes y pecados). Y ¡listo! un smoothie digno de disfrutar.

Keret es de esos bichos raros que incomodan, un fenómeno literario que noquea de puro desconcierto: es un escritor aclamado por la crítica y con una muy buena recepción de ventas en el mercado editorial ¿qué más se puede pedir? La editorial Sexto Piso cuenta con su obra publicada más relevante. Allí encontramos los libros De repente un toquido en la puerta, Pizzeria Kamikaze y otros relatos, Los siete años de abundancia, Extrañando a Kissinger y, por supuesto, La penúltima vez que fui hombre bala. Este último libro de cuentos es una muestra magistral, un trago fuerte que nos lleva a las contradicciones más humanas de nuestra sociedad.

Keret logra un efecto particular, genera un vínculo con sus cuentos que, en mi caso, llega a una dimensión muy personal, como si Keret me estuviera mostrando las miserias de alguien que inmediatamente se vuelve un amigo, provocando que sienta la desgracia de este como si fuera una desgracia cercana a mí, corporizada y real. No me largo a llorar. Claro que no. Porque a lo largo de la lectura, Keret me hace reír, a carcajadas. El peso de las palabras que atentan con derrumbarme toman su equilibrio con dosis fuertes de ironía y humor. Y esa es la gran clave de Keret en La penúltima vez que fui hombre bala: el humor cobijado en el centro de la desgracia.

En este increíble libro de cuentos nos encontramos con la infelicidad de un ángel en el paraíso, un relato en donde la promesa de una escalera al cielo se invierte y muestra los complejos modos de entender la felicidad. Encontramos también una distopía en la era Trump, en donde niños de catorce años se embarcan en una guerra bélica con las lógicas de un juego de Pokemon que pone a los soldados preadolescentes en busca de animalitos coloridos. También está la relación de los padres con sus hijos, y de los hijos con sus padres: un adulto-niño que no encaja en la sociedad y solo se encuentra a sí mismo en los reproches cotidianos de su madre; un padre que trata de dar un buen ejemplo a su pequeño hijo frente a un suicida parado sobre una cornisa; unos hermanos que comprimen el auto de su odiado padre para recordarles la última hazaña que hicieron en contra de la memoria de su progenitor. En La penúltima vez que fui hombre bala hay muchas risas y muchos golpes bajos que quedan resonando en nuestro interior: es quizás lo más cercano que podemos llegar a estar de eso que sentimos cuando nos duele ¿la existencia? ¿el pozo sin fondo de la soledad? ¿la búsqueda inacabable de la felicidad?

En La penúltima vez que fui hombre bala se presentan una serie de personajes hilarantes, depresivos, en situaciones límites, hundidos en crisis existenciales, con un mundo interno que amenaza con derrumbarse constantemente, y son todos, a su manera, tiernos y humanos, complejos y graciosos. Esto se debe a que los personajes están destruidos por dentro: acumulan un manojo de fracasos y desgracias difícil de llevar, tal vez por pura mala suerte o por pura resignación o quizás por esa cosa abstracta y pesada, muy arbitraria, que llamamos vida, lisa y llanamente. Pero ante un horizonte negro y oscuro que Keret parece deparar a sus pobres criaturas, de repente surge una suerte de esperanza, un halo de luz que atraviesa las nubes hinchadas y oscuras. Allí está la gran clave de la literatura de Keret: en el mismo pozo existencial en el que se encuentran hundidos sus personajes, se abre la promesa de llegar a ser mejores, de encontrar la manera de cumplir con algo que los cambie para siempre o que les permita al menos restablecer la paz. En La penúltima vez que fui hombre bala las situaciones son tan hilarantes y descabelladas que por sí mismas justifican la desesperación de tomar cualquier alternativa para salir del horror que los domina. Futuros distópicos, situaciones sitcom, realidades crudas, malas paternidades, relaciones amorosas opacas, de sabor amargo, epifanías en el mismísimo cielo, ciencia ficción surrealista. Keret está dispuesto a desplegar su virtuosismo en una gran variedad de géneros con tal de demostrar lo absurdo de la condición humana en una civilización que perdió hace tiempo su razón de ser.

“La luz difícil”: Lo bello y lo triste, palabras para amansar el espanto

Por Reseñas

Un hijo decide someterse a un procedimiento de muerte asistida. Ese es el abismo al que se asoma la novela del colombiano Tomás González. Una canción sobre los latidos de la existencia pese al dolor.

 

Un insomnio intermitente de 148 páginas, de cara a la muerte latente de un hijo. Esa duermevela oscura pero no tenebrosa, más bien el punto exacto en el que una luminosidad tenue permite atisbar qué hay de un lado y del otro, la vida que sigue con todo su borboteo, la existencia que se apaga, es el territorio en el que se expande La luz difícil, la tristísima y extrañamente hermosa novela del colombiano Tomás González.

El escritor, nacido en Medellín en 1950, es autor de una veintena de libros. Debutó en 1983 con Primero estaba el mar, novela que pudo publicar gracias al apoyo económico de su esposa y de un socio del bar de Bogotá en el que trabajaba sirviendo copas. Siguieron títulos como Para antes del olvido (1987), La historia de Horacio (2000), Niebla al mediodía (2015), La noche toda (2018). Su obra poética está reunida en Manglares (2016).

Pese a su ingente producción literaria, es un escritor bastante secreto fuera de su país, y casi completamente desconocido en la Argentina.

Publicada originalmente en 2011, La luz difícil se reeditó recientemente en España, recuperada por Sexto Piso, y de ahí se derrama (por suerte) a las librerías locales.

El mecanismo narrativo de la novela, a la que se le pueden encontrar algunos filamentos autobiográficos, es un ir y venir muy clásico entre el pasado y el presente. David, el narrador en primera persona, es un pintor que ha pasado sus momentos de penuria y luego de gloria en Nueva York. De regreso en un pueblo colombiano, con un pasar que le permite darse sus gustos, rememora el momento más doloroso de su vida.

Casado y completamente atado al amor con Sara, a quien le dedica pasajes de belleza cachonda, que podrían figurar en una antología sobre la sensualidad incandescente entre personas grandes, ha tenido tres hijos. El mayor, Jacobo, de muy joven ha sufrido un accidente que lo invalidó para siempre y que le provoca padecimientos físicos insoportables.

La decisión de Jacobo de someterse a un procedimiento de muerte asistida es el abismo al que se asoma La luz difícil. Con esos fantasmas sale a bailar esta historia que, sin que se vea el truco, se convierte en una canción sobre los latidos de la existencia pese al dolor, el deseo acurrucado, los flechazos vitales que siguen punzando en la posibilidad de la muerte de lo más querido.

David, en el presente del relato, ha perdido a Sara. Tiene 73 años y está quedándose ciego, de modo que la escritura, a duras penas, se le da un poquito mejor que la pintura.

La secuencia de episodios (en total, los capítulos son 33, ¿quizás un guiño a la edad en la que Cristo culminó su calvario?) alterna entre sus días junto a Ángela, una mujer que lo asiste, acariciando su declive, y su rememoración de la noche sin fin en un departamento neoyorquino con vista a un bello cementerio, aguardando a que su hijo pase a otro plano.

Además de la oscilación entre pasado y presente, hay otro movimiento de vaivén, vinculado a la titilación de una esperanza desesperada: ¿Podrá Jacobo arrepentirse, evitar la eutanasia y seguir soportando una vida que no merece la pena? Es lo que el narrador anhela, lo que Sara espera escuchar. La novela estira ese momento con una belleza que desarma.

Un ejemplo: “No supe qué decir, no supe qué pensar, no supe qué sentir. Ninguno quería la muerte, ni él, ni ella, ni yo, ni nadie, y la vida se aferra a este mundo con algo parecido al desvarío. La cucarachita a su rendija, la plantita a su hendija del ladrillo o a la roca desnuda”.

Junto a David, Sara y Jacobo, La luz difícil admite los refucilos vitales de Pablo y de Arturo, sus otros dos hijos, así como los trazos perfectamente delineados para hacer palpables a personajes como Venus y Ámbar, novias de los “chicos”, o a Michael O’Neal, amigo del hijo mayor que también sufre una paraplejia irreversible y piensa en la eutanasia como escape del padecimiento.

Compasión, sabiduría amarga, un sentido del humor que logra amansar el espanto. Lo de Tomás González no es destreza narrativa. Es algo distinto. Una franqueza. Una delicadeza que se pregunta sobre las posibilidades del lenguaje para tocar los límites. Una paciencia con las palabras, como la espera de los toques del pincel para dar con la luz exacta, esquiva, en una pintura que el narrador procura terminar mientras transcurre la madrugada más difícil.